miércoles, 27 de diciembre de 2017

Los regalos de Navidad de Aquileo J. Echeverría.

A doña Marilyn Echeverría Zurcher de Sauter, hija de Gonzalo.


Aquileo Echeverría. Anécdotas,
Oscar Rosabal Echeverría. Universidad Nacional.
Costa Rica, (No indica el año).
Famoso por su ingenio y gran sentido del humor, Aquileo Echeverría fue siempre capaz de ponerle al mal tiempo buena cara. Con la audacia y rapidez de su mente, incluso en las situaciones más adversas, cada vez que estuvo en aprietos encontró la manera de caer de pie y salirse con la suya.
Las anécdotas que se cuentan de él son ingeniosas y algunas han llegado a ser ampliamente conocidas. Entre las más famosas está aquella de que llegaba tarde a su trabajo cuando era funcionario del gobierno. Enterado de la situación, el propio Presidente de la República, don Cleto González Víquez quiso confirmar por sí mismo la impuntualidad de Aquileo.  Una mañana don Cleto llegó temprano a la oficina de Aquileo y se sentó ante su escritorio. Las horas pasaban y el poeta no aparecía. Cuando, ya casi a la hora de salir a almorzar, Aquileo llegó y vio que el Presidente lo estaba esperando, sin inmutarse le dijo: "Don Cleto: ¡Aquí esta usted! ¡Toda la mañana he estado buscándolo!"
En otra oportunidad la situación fue a la inversa. Aquileo fue a visitar a don Cleto para solicitarle un pequeño préstamo que necesitaba con urgencia. Lo pasaron a su oficina pero esta vez era don Cleto quien tardaba en llegar. Sobre el escritorio había varias monedas de a peso. Cuando Aquileo finalmente optó por irse, dejó, bajo el montoncito de monedas, una pequeña nota: "Lo estuve esperando pero tuve que marcharme. Al irme, le he quitado un peso de encima."
La vida de Aquileo Echeverría fue breve. Como murió a los cuarenta y tres años de edad, cuando sus hijos estaban aún pequeños, ninguno de sus nietos tuvo oportunidad de conocerlo, pero las historias del abuelo fallecido eran repetidas constantemente en el seno familiar. 
Claudia, la hija mayor de Aquileo, contrajo matrimonio con el famoso futbolista Eladio Rosabal Cordero y de esa unión nació Oscar Rosabal Echeverría, maestro de escuela que solía repetir incansablemente las anécdotas que le contaron de su abuelo. Por iniciativa de Edwin León Villalobos, don Oscar escribió esas memorias familiares que fueron publicadas por la Universidad Nacional, de la que don Edwin era rector. 
El libro, como era de esperarse, se lee con una sonrisa de principio a fin. Una vez, en Heredia, organizaron un baile para el que los asistentes debían hacer alguna contribución. Aquileo se comprometió a llevar las flores. No estuvo claro al principio, pero se refería a su novia María Dolores y a su cuñada Delia, cuyos apellidos eran Flores Zamora. 
Como periodista, escritor de crónicas y poeta, Aquileo gozó de gran popularidad. Su gran amigo Rubén Darío, con quien había trabajado en el periódico La Unión, en San Salvador en 1889, llegó a decir, en el prólogo a la segunda edición de las Concherías publicada en 1909, que Aquileo era el único poeta de Costa Rica. Como comerciante, sin embargo, no tuvo éxito. La cantina La Amistad que montó en Guatemala, acabaron bebiéndosela sus amigos, a quienes no les cobraba. Su pulpería en el barrio la Pithaya de Heredia, cuyo rótulo decía: "Se venden escobas y otros comestibles", era realmente pobre. Un amigo que lo fue a visitar pudo hacer el inventario de un solo vistazo. Solamente había una escoba, dos latas de sardinas, dos botellas de guaro, confites y bollos de pan.
En Guatemala, una vez que estaba sin un centavo, fue a uno de los clubes más aristocráticos de la ciudad y tomó el bastón con empuñadura de oro que el general Orellana Estrada había dejado en la entrada mientras jugaba una partida de billar.  Lo mostró a los señorones que estaban en otro salón, a quienes les dijo que, por un apuro muy urgente, debía rifarlo. Todos le compraron números de la rifa que se efectuaría inmediatamente. Una vez hecho el sorteo, Aquileo anunció: "El ganador es... ¡El general Orellana Estrada! ¡Voy a entregárselo!"
Aquileo Echeverría Zeledón. (1866-1909).
De espíritu noble y temperamento sereno, Aquileo era muy amoroso con su familia. Una vez su hijo Gonzalo le respondió a la mamá y Aquileo, como castigo, empezó a azotarlo, cosa que nunca antes había hecho. Asustada por el llanto del niño, doña Dolores le pidió a Aquileo que dejara de pegarle. Aquileo le aclaró que todo era una farsa: "Le estoy pegando con su pantalón, lo que pasa es que este chiquito es muy gritón." Entonces el pobre niño le aclaró que en verdad le dolía, porque los bolsillos de su pantalón estaban llenos de piedras ya que había salido a cazar pájaros. Aquileo se disculpó por haberlo lastimado y lo recriminó diciéndole: "Bueno, Gonzalo, ahora sabe lo que sienten los pajaritos cuando usted les tira piedras."
El libro está lleno de revelaciones. Bautizado como Adolfo Aquileo Dolores de la Trinidad, incluso para sus contemporáneos era un misterio por qué firmaba Aquileo J. Echeverría. Cuando alguien le preguntó qué significaba la jota, Aquileo le aclaró que no significaba nada, pero esa letra le salía muy bonita.
Entre las memorias familiares aparecen, desde una detallada crónica de la boda, hasta la triste despedida de Aquileo a sus hijos. Cuando partió a España, en procura de recuperar su salud quebrantada, Aquileo le dio a cada uno de sus hijos una cajita llena de monedas de cinco céntimos. Les dijo que no los gastaran todos de una vez, sino que cada día tomaran un cinco para comprar melcochas o cajetas y les prometió que regresaría antes de que los cincos se acabaran. Asomado a la ventana del tren, Aquileo lloraba mientras agitaba su sombrero para despedirse de sus hijos, a quienes no volvió a ver. Ellos sin embargo, cada día contaron las cincos esperando su regreso.
Solo quedaron los recuerdos. Algunos realmente hermosos, como el de los regalos de Navidad. En la Nochebuena, Aquileo estaba sin un centavo y, con verdadera angustia, supo que Claudia le había pedido al Niño Dios una muñeca y Gonzalo, una bola. Los niños se fueron a acostar con la esperanza de encontrar sus regalos al día siguiente. A altas horas de la noche se levantaron sobresaltados al escuchar a sus padres gritando. "¡Cogélo!¡No lo dejés ir!" Le decía Aquileo a su esposa. Cuando los niños fueron a ver lo que ocurría, Aquileo les dijo que habían visto al Niño Dios entrar en la casa, trataron de atraparlo pero se les escapó. "Hicimos lo que pudimos", se disculpó.
Resignados a no tener regalos esa Navidad, los niños volvieron a la cama. Pero al despertar la mañana siguiente se llevaron la sorpresa de encontrar la muñeca y la bola que habían pedido. Con sus juguetes nuevos en las manos, Aquileo los llevó a dar un paseo. Entraron a un hospicio que había cerca de la Iglesia del Carmen en Heredia. Claudia y Gonzalo les prestaron sus juguetes a los huérfanos y, cuando llegó la hora de volver a casa, Aquileo les dijo que ellos debían estar agradecidos con Dios porque tenían papá y mamá, mientras que los huerfanitos no tenían familia. Entonces les pidió que dejaran sus juguetes en el hospicio, la bola para los niños y la muñeca para las niñas. Con cierta tristeza, los niños accedieron. Esa tarde, todos permanecieron en silencio. Claudia y Gonzalo en su cuarto y doña Dolores en la cocina. Tras dejar a los niños en casa, Aquileo había salido de nuevo. A la hora de la cena, Aquileo les pidió a sus hijos que le alcanzaran una caja de fósforos que había dejado sobre la cómoda y, para su sorpresa, se encontraron una muñeca y una bola más grandes que las que habían encontrado en la mañana. Aquileo entonces les dijo que Dios siempre recompensa a con creces a las personas generosas y solidarias.
¿Qué había pasado? Aquileo no tenía dinero esa Navidad y fue su hermano Félix quien había regalado la muñeca y la bola originales. Cuando el 25 de diciembre en la tarde volvió a recurrir a él, el asunto era más complicado porque los comercios estaban cerradas. "¿Cómo se te ocurrió hacer semejante cosa?" Le dijo su hermano, quien creía que el asunto no tendría arreglo. Sin embargo, tras contarle la historia a los dueños de la tienda, abrieron el establecimiento en día feriado solamente un momento para reponer los juguetes.
En muchos aspectos, la vida de Aquileo no fue fácil. En política, se alineó con el bando perdedor. No ganó dinero con su obra literaria y su trabajo como periodista tampoco fue bien pagado. Sus intentos por establecer algún tipo de negocio propio fracasaron y, siendo joven aún, tuvo serios problemas de salud que acabaron llevándolo a la tumba. Sin embargo, el recuerdo que dejó fue el de una persona permanentemente alegre. En medio de sus apuros y congojas encontraba siempre una razón para reír y hacer reír. No perdía la calma porque siempre tuvo claro que todo problema tiene solución y que las dificultades, aunque sean muchas, no son motivo para perder la alegría.
INSC:  2748

lunes, 11 de diciembre de 2017

Las anécdotas del padre Alberto Mata Oreamuno.

Semblanzas y anécdotas eclesiásticas.
Alberto Mata Oreamuno.
Costa Rica, 1988.
Cuando estaba cerca de cumplir los ochenta y cinco años de edad, Monseñor Alberto Mata Oreamuno acató la recomendación que recibía constantemente de parte de sacerdotes jóvenes y escribió un libro sobre personajes que había conocido y hechos que había presenciado o protagonizado durante su ya larga vida.
No se trata de sus memorias, que ya había publicado unos años antes, sino más bien de una recopilación de recuerdos, anécdotas y semblanzas que valía la pena dejar escritas para que fueran conocidas cuando ya no estuviera él para contarlas.
El libro, titulado Semblanzas y anécdotas eclesiásticas, que tiene tanto páginas jocosas como emotivas, está lleno de sorpresas. Algunas son francamente divertidas y otras son verdaderas revelaciones de gran importancia histórica.
Nacido en Cartago en 1904, el padre Mata era bisnieto, por el lado paterno, de Jacinta de la Fuente, hermana de Feliciana, la madre del obispo Anselmo Llorente La Fuente, primer obispo de Costa Rica, quien, según cuenta, se entretenía jugando partidas de naipe con sus tíos abuelos. Por el lado materno tenía cierto parentesco con Mons. Luis Javier Muñoz, el obispo de Guatemala que fue expulsado por el dictador Jorge Ubico.
Las primeras páginas están dedicadas a breves notas biográficas de los papas, de Pío IX a Juan Pablo II y, tras una nota sobre el cardenal Rafael Merry del Val (1865-1930), vienen apartados sobre los obispos de San José, desde Mons. Llorente hasta Mons. Carlos Humberto Rodríguez Quirós.
Cuenta que era un niño de doce años de edad la primera vez que vio a los padres paulinos alemanes con quienes posteriormente recibiría su formación sacerdotal. El obispo Juan Gaspar Stork llegó a Cartago acompañado de los sacerdotes Carlos Trapp y Agustín Blessing, en agosto de 1916, para celebrar la fiesta de la Virgen de los Angeles. El santuario era entonces un amplio galerón de madera ya que el templo (como prácticamente toda la ciudad) había sido destruido por el terremoto de mayo de 1910 que solamente dejó media docena de casas en pie.
Alberto Mata Oreamuno.
(1904-1996)
Con sincera admiración y profundo afecto, menciona uno por uno los nombres de todos los paulinos alemanes que vinieron a Costa Rica. Aquellos religiosos eran serios, severos, estrictos, estudiosos, trabajadores, austeros y cultos. Hablaban varios idiomas y constantemente hacían gala de tener una memoria prodigiosa. No solo porque citaban la Sagrada Escritura, los cánones y las sentencias de los Padres y Doctores de la Iglesia sin consultar ningún libro, sino porque se sabían los nombres y los apodos de cada uno de los estudiantes de la secundaria y de los mayoristas. Cuando felicitaban a algún estudiante, lo llamaban por el nombre, pero cuando lo regañaban lo llamaban por el apodo. Tenían además un sexto sentido para darse cuenta de todo lo que ocurría dentro del Seminario. Una vez, en la biblioteca donde hacían la tarea, un estudiante cometió una falta de urbanidad (con ruido y mal olor) y el padre Felipe Vetter, desde el otro extremo del salón, señaló al responsable y le gritó: "Pezuña, ¡No sea cochino!"
El rector, padre José Ohlemüller, era una verdadera eminencia pero, en sus últimos años, ya senil, decía incongruencias. Una vez, un sacerdote joven se atrevió a mencionar el deterioro mental del padre Ohlemüller y el padre Wilhelm Hennicken, al oírlo, le espetó: "El padre Ohlemüller leyó y estudió muchísimo durante toda su vida, así que esté tranquilo porque eso no le va a pasar a usted."
Además del Seminario, había paulinos alemanes en distintos puntos del país. Dos residían permanentemente en Talamanca y otros dos estaban a cargo de todo el territorio de la actual diócesis de San Isidro de El General. El vicariato apostólico de Limón fue confiado también a ellos porque la Misa, que se celebraba en latín, tenía tres homilías: una en español, otra en inglés y otra en francés. El hecho de que sacerdotes tan bien preparados con títulos de prestigiosas universidades europeas se hubieran trasladado como misioneros a los lugares más remotos de Costa Rica fue siempre una gran inspiración para los seminaristas.
En cuanto al clero local, se menciona que, curiosamente, siempre han habido curas con el mismo apellido. Simultáneamente hubo tres Badilla, tres Volio que eran hermanos, tres Valenciano que eran primos, cuatro Zúñiga y cuatro Mata. Las anécdotas que se cuentan de ellos son bien divertidas. El padre Rafael Badilla era lo que podría llamarse un cura maicero. Párroco rural, le predicaba a los campesinos en su propio lenguaje porque él también era uno de ellos. En aquellos tiempos había unas ollas de hierro o de barro que, para manterlas estables sobre la leña del fogón, tenían tres patitas diminutas que eran como picos. Una vez el sermón del padre Badilla fue interrumpido por el llanto de un recién nacido y, para indicarle a la madre que lo amamantara, le gritó desde el púlpito: "¡Dale la pata de olla!"
Francisco de Paula Castillo Arcas, uno de los tres Castillos, era un sacerdote andaluz dicharachero y que tocaba la guitarra, que fue párroco de San Rafael de Oreamuno. Allí encausó y alentó la vocación de un jovencito llamado Víctor Manuel Sanabria Martínez. Cuando Sanabria fue nombrado Arzobispo, el padre Castillo se jactaba de que, gracias a él, la Iglesia costarricense había llegado a tener tan brillante prelado. Sin embargo, Monseñor Sanabria, medio en broma medio en serio solía decir: "En el clero tenemos tres Castillos, pero de los tres no se hace un rancho."
Beato Fray Remigio de Papiol.
(1885-1937)
Naturalmente, no todo el libro está escrito en clave humorística. Verdaderamente emotivo es el recuerdo de Fray Remigio de Papiol, sacerdote capuchino al que el Padre Mata le servía de monaguillo cuando era niño. Ver de cerca el recogimiento con que el fraile celebraba la Santa Misa fue uno de los grandes estímulos que despertaron su vocación sacerdotal.
Nacido en Barcelona en 1885 con el nombre de Esteban Santacana Armengol, Fray Remigio de Papiol ejerció su ministerio en Filipinas, México, Bluefields en Nicaragua, Colón en Panamá y Cartago en Costa Rica. Compañero suyo de viaje fue el hermano Fray Casiano de Madrid, que acabó desarrollando una gran obra social en Puntarenas. Fray Remigio regresó a España y, tras haber ingresado durante un breve período a la Orden Cartuja, acabó residiendo en Madrid.
Cuando el padre Mata fue ordenado, le escribió comunicándoselo y Fray Remigio le respondió que rezaba constantemente por su monaguillo. Fray Remigio de Papiol murió mártir en 1937, víctima de la represión contra la Iglesia durante la Guerra Civil Española y fue beatificado por el Papa Francisco el 21 de noviembre de 2015.
En cuanto a datos importantes para la historia de Costa Rica, el libro reproduce la homilía que pronunció el padre Alfredo Hidalgo (reconocido calderonista) en el Te Deum cantado a propósito de la instalación de la Junta Fundadora de la Segunda República presidida por don José Figueres y que acabó generando un serio disgusto entre Monseñor Sanabria y el gobierno.
Monumento a Mons. Alberto Mata Oreamuno
en los jardines del Templo Parroquial de
Guadalupe de Goicoechea.
Sorprendente es la revelación de que Monseñor Carlos Gálvez, nacido en 1910, cuando tenía apenas nueve años de edad, mientras jugaba con sus amiguitos en una acera de Barrio Amón, fue testigo del asesinato del General Joaquín Tinoco y, por ser el mayor de los niños allí presentes, lo llamaron a brindar declaración ante el juzgado.
Las menciones que el padre Mata hace de su familia son en verdad conmovedoras. Último hijo de una familia numerosa, cuenta que nunca pudo ver sano a su padre, el poeta Félix Mata Valle, quien era abogado, fue diputado en varias oportunidades y pronunció un poema escrito por él mismo en el funeral del obispo Bernardo Augusto Thiel ya que, desde que tuvo memoria, ya su padre yacía postrado por el cáncer que, lentamente, acabó con su vida.
Don Félix Mata Valle le hizo la declaración de amor a la que sería su esposa, doña María Josefa Oremuno Ortiz, por medio de una carta. El libro reproduce el texto de la misiva, de octubre de 1878, en la que el joven enamorado le confiesa que desde hace tiempo la admira, que ha llegado a amarla y que fuera de ella no encuentra cómo llenar su alma y hacer latir su corazón. Le confiesa que es pobre pero que nunca le ha huido al trabajo y que sabe cuánto cuesta la vida como para alcanzar, no la riqueza, sino al menos cierta comodidad. Insiste en que no quiere incomodarla y se despide pidiéndole que disculpe su atrevimiento.
Al final viene el breve discurso pronunciado por el padre Mata el 24 de abril de 1988 en la inauguración del monumento que el pueblo de Guadalupe de Goicoechea erigió en su honor en los jardines del templo cuando era párroco don Oscar Fernández, quien luego sería obispo de Puntarenas. Aunque al principio se opuso a la idea, acabó aceptando el homenaje de la comunidad citando, eso sí, un versículo de Evangelio de San Lucas: "Siervos inutiles somos y hemos hecho lo que debiamos."
Por más cuidada que esté la edición, inevitablemente todos los libros tienen erratas, dedazos o palabras mal escritas. Guardo mi ejemplar con mucho cariño porque lo recibí directamente de las manos del padre Mata quien, antes de dármelo, corrigió con un lapicero los pequeños errores que se le habían escapado.
INSC: 1466

domingo, 10 de diciembre de 2017

La invención de Costa Rica. Ensayos de Carlos Cortés.

La invención de Costa Rica. Carlos
Cortés. Editorial Costa Rica.
Costa Rica, 2003.
El libro La invención de Costa Rica, publicado en 2003, recoge una serie de artículos y conferencias de Carlos Cortés sobre diversos aspectos de la historia, la literatura y algunos escritores costarricenses.
El primer texto, que da título al libro, se refiere a los mitos presentes en la historia del país. Cabe aclarar que la historia, en general, está llena de mitos y la de Costa Rica no tendría por qué estar exenta de ese fenómeno. Inevitablemente la imaginación acaba infiltrándose en el relato de los acontecimientos que, con mucha frecuencia, no ocurrieron como comunmente se cree. Separar lo real de lo imaginario es tarea difícil, ya que hay mitos tan populares que acaban siendo repetidos automáticamente.
Algo así sucedió en este caso. Carlos Cortés plantea la construcción simbólica que puede haber detrás de Juan Santamaría, del culto a la Virgen de los Angeles, la arcadia tropical, el igualitarismo de los costarricenses y la democracia rural. Sin embargo, en su exposición, que pretende ser desmitificadora, acaba, tal vez inadvertidamente, repitiendo mitos.
Menciona que Cristóbal Colón llamó a esta tierra Costa Rica, cuando en realidad el nombre de Costa Rica aparece por primera vez treinta y siete años después de la breve visita del Almirante a Cariay. Llama Juana Pereira a la mujer que encontró la imagen de la Virgen de los Angeles, pese a que el nombre del personaje histórico es desconocido. Juana Pereira es un nombre que inventó Monseñor Víctor Manuel Sanabria. Señala al Dr. José María Montealegre como el artífice del derrocamiento de Juan Rafael Mora, cuando los responsables fueron, principalmente, Vicente Aguilar y Lorenzo Salazar. Al Dr. Montealegre le ofrecieron la presidencia cuando el golpe ya estaba consumado y ni siquiera el propio Juan Rafael Mora lo culpó por su caída. Declara que Costa Rica tiene una historia militar muy escasa, pasando por alto el hecho de que, desde la Independencia hasta el año 1900, hubo diez golpes de Estado y al menos cinco conflictos armados considerables.
Como se ve, los mitos son tan fuertes que hasta quienes pretenden cuestionar unos, no solo repiten otros sino que acaban creado mitos nuevos. Verdaderamente temeraria es la afirmación, incluida en el ensayo, de que Monseñor Anselmo Llorente Lafuente apoyó el derrocamiento de Mora. El obispo ni siquiera se encontraba en Costa Rica, la mayoría del clero era morista y no hay documento que implique a Llorente en los hechos, aunque, por supuesto, el que Mora hubiera desterrado al obispo pesó entre los múltiples motivos de su caída.
Algunos mitos tienen una base real. El caso de Juan Vásquez de Coronado, mencionado en el ensayo, es un buen ejemplo. Era, en verdad, conciliador más que conquistador y prefirió la negociación con los habitantes nativos más que la confrontación armada.
Otros mitos son más bien materia legendaria. El cacique Garabito, que no aparece en el ensayo, es casi un espejismo y tal parece que las tropas de Juan de Cavallón lucharon contra un enemigo inventado para confundirlos.
También están por supuesto, los mitos que son deformaciones deliberadamente manipuladas de la historia. En esta categoría, Carlos Cortés brinda un verdadero aporte al desenmascarar uno de los más sonados casos. En 1989, el gobierno decidió celebrar “El centenario de la democracia”, para conmemorar el alzamiento que, en 1889, obligó a dimitir al presidente Bernardo Soto y llevó al poder a José Joaquín Rodríguez Zeledón. Por alguna razón que nunca estuvo clara, la versión oficial era que Costa Rica había gozado de democracia desde 1889, cuando en realidad el gobierno del presidente Rodríguez Zeledón, instalado ese año, indiscutiblemente fue el más antidemocrático de la historia del país. Ignoró la Constitución, mandó desterrar y encarcelar ciudadanos, suspendió todas las garantías, cerró periódicos y llegó hasta el extremo de clausurar el Congreso. En aquellos años circulaba la broma de que lo peor que pudo haber hecho Rodríguez Zeledón fue desaparecer el poder legislativo porque, si un día recobraba la razón y se daba cuenta de que debía renunciar al cargo, no tendría ante quién presentar la renuncia. A los cuatro años, repudiado por todos los sectores, dejó como presidente a su yerno, Rafael Yglesias Castro quien, también atropellando la Constitución y la voluntad popular, se quedó en el cargo por dos periodos. Las elecciones de Ascención Esquivel Ibarra, la primera de don Cleto González Víquez (1906) y la de Alfredo González Flores no fueron tampoco nada democráticas y vino luego la dictadura de Federico Tinoco. En los comicios presidenciales de 1944 y 1948, así como en los de diputados de 1946, hubo fradude y hasta muertos.
Señalar 1889 como el año a partir del cual Costa Rica vive una democracia fue, definitivamente, un invento sacado de la manga. En toco caso, aunque en su momento el asunto sirvió de excusa para una celebración muy sonada, el mito acabó cayendo por su propio peso.
Este primer ensayo, en todo caso, es el único que se refiere a Historia. En los siguientes Carlos Cortés escribe sobre literatura, que es lo suyo. Hace un recuento de la producción literaria costarricense reciente en el que formula valoraciones verdaderamente dignas de considerar. Sin embargo, la época que pretendió abarcar es tan amplia que el texto acaba siendo una ráfaga de nombres de autores y títulos de libros en los que apenas se detiene unos instantes, cuando muchos de ellos merecerían una atención más reposada.
Me llamó la atención que dos de los ensayos sobre literatura empezaran con la misma afirmación planteada casi con las mismas palabras. “La ambición del escritor costarricense” dice, “es inscribirse en la literatura latinoamericana.”
Naturalmente, cuando alguien publica lo que escribe alberga la ilusión de que su obra llegue a un público amplio, pero no creo que todos los escritores compartan la ambición de convertirse en figuras continentales. El asunto hasta tiene sus riesgos, puesto que quien escribe con el propósito de ganar notoriedad y volverse famoso más allá de las fronteras, puede acabar produciendo literatura de exportación al gusto y estilo imperante en el mercado del momento. Mi punto de vista, tal vez más romántico y hasta ingenuo, es que quien escribe lo hace respondiendo a motivos más internos que externos. El escritor escribe sobre lo que lo apasiona, sobre lo que lo inquieta, sobre lo que le interesa. Si luego su obra logra apasionar, inquietar o interesar a otros, ojalá a muchos, esa ya es otra historia pero, en el fondo, la ambición del literato está más centrada en la obra misma que en el reconocimiento que podría obtener por ella.
Joge Luis Borges lo dijo de una forma muy hermosa al afirmar que “La mayor ambición del escritor es lograr unas páginas que valgan la pena de ser leídas. Solamente unas páginas”, recalcó, “porque un libro entero ya sería esperar demasiado.”
Es natural que un autor se alegre si su obra llega a ser traducida o editada en otros países, pero tampoco se amarga si no lo logra. Hay quienes ni siquiera lo intentan. Recuerdo en particular el caso de don Alberto Cañas. Fue ministro, fue diplomático, viajó mucho, tuvo relaciones de estrecha amistad con escritores europeos y latinoamericanos, sus obras teatrales se montaron en distintos países del continente pero, curiosamente, nunca ni siquiera intentó publicar fuera del país. Una vez le pregunté el motivo y me respondió que tenía claro que en sus novelas, Costa Rica era tanto su tema como su público.
Incluso hoy, en un mundo globalizado con grandes facilidades de comunicación, existen escritores que aspiran a escribir unas páginas dignas de ser leídas aunque vayan dirigidas casi exclusivamente a sus más allegados.
Volverse famoso, o rico, por medio de la literatura, es algo que puede ocurrir, pero con lo que no hay que contar. Si alguien se pone a escribir en busca de fama o fortuna, quizá sería mejor que dedicara su energía y talento a una empresa menos arriesgada.
Carlos Cortés es bastante severo en sus juicios sobre el panorama cultural y literario durante el cambio del siglo XX al XXI, especialmente en lo que se refiere al Ministerio de Cultura, una institución que, en sus inicios, desarrolló ambiciosos y exitosos proyectos, pero que acabó convertida en un aparato burocrático de alto costo y escasos frutos. Cuando se dio inicio a la reestructuración de la Orquesta Sinfónica, don Pepe Figueres soltó su famosa frase “¿Para qué tractores sin violines?” y, apenas treinta años después, la dura crítica del libro lleva por título “¿Para qué violines sin ideas?”
Las últimas páginas de La invención de Costa Rica están dedicadas a semblanzas de nueve escritores costarricenses, de los cuales solamente a dos, Max Jiménez y Eunice Odio, Carlos Cortés no tuvo oportunidad de conocer en persona. Las notas sobre los demás, don Joaquín Gutiérrez, don Fabián Dobles, don Alberto Cañas, doña Carmen Naranjo, Alfonso Chase, Mía Gallegos y Rodrigo Soto, además de la semblanza personal y literaria, vienen acompañadas de recuerdos personales.
Agradezco que mi nombre haya sido mencionado en la nota sobre don Beto, pero me sorprendió que Carlos Cortés, en otro ensayo, al mencionar su propia obra, pusiera: “Cruz de olvido, de Carlos Cortés logró darle...” No comprendo por qué optó por referirse a sí mismo en tercera persona, cuando habría sido más fácil, y hasta más natural, decir simplemente “En Cruz de olvido, logré darle...”
La invención de Costa Rica es un libro que merece ser leído con calma y hasta ser repasado con frecuencia. Como verdadero conocedor de la literatura costarricense, Carlos Cortés logró plantear su visión personal de lo escrito y publicado en la segunda mitad del Siglo XX con provocadoras valoraciones e interpretaciones. Sus puntos de vista, ya sea que se compartan o se discutan, definitivamente no pueden pasarse por alto.
INSC: 1815

Carlomagno Araya, poeta ramonense.

Bandera y viento. Poemas de Carlomagno
Araya. Imprenta Nacional. Costa Rica, 1965.
Carlomagno Araya solamente estudió hasta el cuarto grado de primaria porque su abuela y tutora, Anacleta Lopez, no creyó que aquel niño flaco y asmático tuviera aptitud para seguir estudiando. Siendo apenas un muchachito pequeño empezó a trabajar como peón de finca y, a lo largo de su vida, acabaría desempeñando los más variados oficios. Fue arriero de ganado, leñador, minero, carpintero, ebanista, conserje, panadero, bibliotecario, fabricante de ataúdes y, además, poeta. 
Aunque durante toda su larga vida sus ingresos fueron siempre modestos, cuando le quedaba algún dinero disponible lo dedicaba a comprar libros y copiaba en un cuaderno las imágenes o ideas que más llamaban su atención.
Su talento literario fue descubierto a edad temprana. Antes de cumplir los veinte años de edad, ya su nombre se mencionaba como una joven promesa en el periódico "El ramonense".
En 1922 empieza a ganar certámenes literarios y, en ese mismo año, don Joaquín García Monge le consiguió un puesto en la sección de revistas de la Biblioteca Nacional.
Por haber nacido en San Ramón de Alajuela, tierra de poetas, no faltaron quienes lo señalaran como el heredero de Lisímaco Chavarría, el gran poeta ramonense quien, por cierto, también había trabajado en la sección de revistas de la Biblioteca Nacional. En sus primeras obras, no solamente imitaba el estilo de Lisímaco, autor de Manojo de Guarias,  sino también su observación sentimental de la naturaleza. Más tarde, Carlomagno se convirtió en lector de José Santos Chocano y acabó introduciendo en su poesía un tono épico.
No sé si el joven poeta habrá tenido oportunidad de conocer en vida a sus admirados modelos literarios. Lisímaco murió en 1913, cuando Carlomagno tenía apenas dieciséis años y la residencia de José Santos Chocano en Costa Rica no fue muy prolongada.
Toda su vida, Carlomagno Araya se mantuvo fiel a las normas clásicas de la poesía y censuró las innovaciones, experimentaciones, libertades y audacias de los poetas de las nuevas generaciones, al punto de polemizar en la prensa con los partidarios de la vanguardia.  En este sentido, en el año de 1954 le sucedió una anécdota memorable. Los académicos que sostenían posiciones distintas a la suya organizaron un concurso de poesía. Carlomagno, solamente por mortificarlos, envió al certamen un texto que había escrito en son de broma en el que hizo todo lo que él creía que no debía hacerse en poesía y, para su sorpresa, aquel enrevesado e impenetrable escrito acabó recibiendo una mención honorífica.  Sorprendido por el fallo, le confesó a un amigo: "Si continúo haciendo lo que considero un papanatismo artístico, los catedráticos me van a levantar un monumento."
Carlomagno Araya López nació el 5 de noviembre de 1897 y publicó un total de doce libros. Uno de ensayo y once de poesía. Su primer poemario, Primavera, fue publicado en 1930, mientras que el último, Cedro Amargo, apareció en 1977. Después de su muerte, ocurrida el 9 de julio de 1979, su familia publicó otros escritos suyos que habían quedado inéditos.
En mi biblioteca solamente tengo un libro de Carlomagno Araya, Bandera y viento de 1965 que, por esas vueltas de la vida, tiene una dedicatoria muy cariñosa escrita del puño y letra del autor. El autógrafo, naturalmente, no está dirigido a mí sino al propietario anterior del libro, don Cristián Tattenbach, quien era un gran lector de poesía. Cuando don Cristián murió, su hermana, doña Manuela, tuvo la gentileza de obsequiarme una buena cantidad de sus libros y este venía en el paquete.
El poeta empieza diciendo que su bandera no es un pedazo de tela policroma en un asta, sino el alma que lleva dentro. Bandera y viento, declara, "Es todo cuanto queda de lo que fui en la vida: juglar de las estrellas, cantor del arco iris, cansino peregrino sin meta ni salida, a quien el sino adverso corporizó en suicida de lentos ahorcamientos y cruentos harakiris."
El libro incluye composiciones de diverso tipo. Empieza con poemas emotivos y sentimentales, algunos verdaderamente conmovedores, como los que dedica a la muerte de su esposa y dos de sus nietos. Hay también, por supuesto, una buena carga de nostalgia, especialmente al recordar la casa de piso de tierra en que nació, así como frecuentes miradas bucólicas a la fresca naturaleza de su tierra. Aunque explora diversas formas, los sonetos, de impecable factura por cierto, aparecen con frecuencia.
Por haber cursado solamente hasta cuarto grado de escuela, salta a la vista de que Carlomagno Araya, como autodidacta, fue un lector voraz que llegó a alcanzar una gran cultura histórica y literaria, ya que en sus versos abundan las referencias clásicas tanto latinas como griegas.
Vienen luego varios cuentos breves con mensaje idealista, seguidos por un extenso diálogo titulado Escenas para ser radiodifundidas.
El libro cierra con el discurso que el poeta pronunció en 1963 como homenaje a su paisano Lisímaco Chavarría, al cumplirse los cincuenta años de su muerte.
En su alocución, critica a Roberto Brenes Mesén quien aconsejaba ser sobrio en el estímulo que se le debe dar a obras que, en sus palabras, "ni siquiera se pueden considerar como mediocres" y, en cambio, elogia al poeta Rogelio Sotela, "quien siempre tuvo el corazón colmado de agasajos para las producciones de nuestros intelectuales."
Brinda datos valiosos y desconocidos sobre la obra y figura de Lisímaco Chavarría y, por tratarse de un homenaje a un poeta ramonense pronunciado por otro poeta ramonense, asumiendo el riesgo de que lo acusen de localista, se atreve a afirmar que "San Ramón ha sido uno de los lugares escogidos para recibir los resplandores de la generosa y divina llama; ribera salpicada por las aguas del espíritu; surco sobre el que las manos del demiurgo platónico se abrieron en gesto de siembra, para arrojar semillas de inteligencia y de emoción creadora." 
Declara que los ramonenses acostumbran darles a sus hijos nombres sonoros, Alcione, Corina, Ahías, Fulmen, Lisímaco, Olger, Rulamán y Carlomagno, porque les importa más tener nombre que apellido.
"San Ramón tiene un Parnaso: el cerro del Tremendal, y una fuente Castalia: la poza de ñor Concho y quien se moja la cabeza en el agua de ese remanso, recibe el bautismo de Apolo y queda iluminado por el Espíritu Santo de la inspiración."
San Ramón de Alajuela es un cantón considerado tierra de poetas, al punto de que, en Costa Rica, cuando alguien es oriundo de esa zona, en lugar de decir que es ramonense, se dice que es poeta. Lisímaco Chavarría, el mayor poeta local, sigue siendo muy recordado. Carlomagno Araya, su reemplazo en la antorcha, no tanto.
A la izquierda, el poeta Carlomagno Araya retratado cuando tenía doce años.
A la derecha, la casa en que nació el 5 de noviembre de 1897.

INSC: 0135
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