martes, 28 de noviembre de 2017

Los juegos furtivos. Novela de Alfonso Chase.

Los juegos furtivos. Alfonso Chase.
Editorial Costa Rica. Costa Rica, 1983.
Un joven poeta de apenas veintidós años de edad, llamado Alfonso Chase, escribió en 1967 Los juegos furtivos, su primera novela. El libro, publicado al año siguiente por la Editorial Costa Rica, llegó a ser polémico ya que tocaba temas como la homosexualidad, la prostitución y el consumo de drogas. 
Lo peor que le puede suceder a una obra literaria es que se le etiquete por solamente parte de su contenido y tal parece que eso sucedió en este caso. Todavía en la edición de 1983, quince años después de su lanzamiento, se destacaba "el mundo oscuro" que mostraba la novela, pasando por alto que Los juegos furtivos ofrece mucho, pero muchísimo más que aventuras juveniles transgresoras.
Carmen Naranjo lo señaló desde la aparición del libro al aclarar que Alfonso, "entre juegos de palabras y de imágenes, presenta a uno de los tantos jóvenes que se preguntan ¿Qué soy yo?¿Cómo puedo ser?¿Cómo encontrarme? Lo furtivo es lo engañoso en las frases, sensaciones, anécdotas; el juego está en el desafío, en el arraigo que está a punto de sacrificarse ante la dura realidad de las relaciones del hombre con los otros y con su circunstancia interna."
Es verdad que en el libro hay escenas de sexo pagado, o sin compromiso, o sin sentimientos. Encuentros fugaces de personas que acaban en la cama a pocas horas de haberse conocido. La extraña sensación de un joven que, cualquier mañana, empieza el día duchándose en una casa en la que nunca ha estado antes. Cigarrillos de marihuana que pasan de mano en mano para relajar tensiones y favorecer la cercanía. Es comprensible que estas imágenes hayan escandalizado a los escandalizables en su momento, pero resulta verdaderamente injusto que tantos años después todavía se concentre la atención en episodios que son solamente una parte tangencial del profundo conflicto que plantea la novela.
Los juegos furtivos muestran las reflexiones, sueños y recuerdos de un joven taciturno, a veces abúlico y a veces inquieto, irremediablemente solitario que lucha constantemente con imágenes imborrables grabadas en su memoria, al tiempo que intenta encontrar el camino que lo lleve a ocupar un lugar en el mundo.
Ambiguo, indefinido en múltiples aspectos, en algunas ocasiones recuerda con deleite la brisa que le golpeaba el rostro mientras corría por el campo y, en otras, más bien desea rodearse de sombras. Acostumbra contemplarse en el espejo pero, al interactuar con otros, se oculta bajo distintas máscaras. La máscara del hombre culto, o la del ignorante, la del compromiso social, o la de la indiferencia, la de la superioridad, o la de la humildad.
Se deleita en fantasear que es otro, un héroe o un villano de los que ha conocido en los libros. Un personaje que protagoniza hazañas dignas de pasar a la historia y que dejen con la boca abierta a quienes las escuchen aunque, en el fondo, se sabe condenado a una existencia opaca y sin importancia que, a la larga, nadie acabará recordando.
El sueño de una vida burguesa, serena, cómoda y sin heroísmo, a veces lo tienta. Casarse con una hija de familia rica, echar barriga y pasarse el resto de sus días haciendo grandes negocios en el bufete del suegro tampoco suena mal.
Los juegos furtivos de Alfonso Chase.
Portada de la primera edición, 1968.
Como todo joven, tiene prisa por vivir. Los viejos saben que la vida es larga y para todo habrá tiempo, pero los jóvenes quieren tragarse la vida como si se acabara mañana y se apresuran a leer, a conocer, a viajar, a experimentar.
Las primeras ilusiones amorosas, único remedio contra la inevitable soledad, tras el encanto inicial, pronto caen en la rutina y la misma boca que daba besos apasionados acaba profiriendo insultos que hieren.
Cuando era niño, se escondía debajo de la mesa para volverse invisible, para desaparecer. Y poco a poco, lo que empezó a desaparecer fue más bien el mundo que lo rodeaba. Su primo, deliveradamente y con un sonrisa malvada en el rostro, le quebró la botella que tenía un barco dentro, hermoso obsequio que su padre le había traído de tierras lejanas y que era uno de sus tesoros más preciados.
En la avalancha de despojos y ausencias, desde pequeño pierde la fe y empieza a comulgar sin confesarse. Sin confesar sus fantasías nocturnas, los robos a los padres o las tías, los actos que ocurrían en la presa donde iba a nadar con sus compañeritos o los juegos secretos con la empleada morena que, en silencio, servía la cena a la familia.
Las alegrías son pasajeras, pero los momentos dolorosos vuelven una y otra vez. Recuerda que, cuando murió su padre y bajaron su cuerpo vestido con un traje azul, al saberse huérfano trancó el picaporte y se quedó encerrado en su cuarto. tapándose los oídos con las manos para no escuchar cuando lo llamaran. No le importaba que sus compañeros de colegio hubieran ido a acompañarlo porque no quería compartir nada con nadie. No sabía bien ni qué era lo que experimentaba. Una calma confusa, tal vez, que solamente le permitía yacer tirado sobre la colcha verde con la mirada fija en el cielo raso.
Esa muerte vino seguida por la pobreza, porque después del padre empezaron a irse muchas cosas, como el anillo de oro y los cubiertos de plata, hasta que la casa quedó vacía de objetos preciosos y preciados.
Había que salir a trabajar en lo que fuera, a ganarse el pan sin arrugar la cara. A envolverse en la espiral del consumismo, comprando a pagos los regalos de Navidad, porque hay que vivir en grande aunque sea con un sueldo diminuto, hasta acabar envuelto en una mentira que se transforma en verdad por la fuerza de la costumbre.
¿Y los ideales? ¿El amor al arte? ¿Las preocupaciones sociales? ¿La búsqueda del amor y la felicidad?  Todo eso acabó convertido en una nueva colección de máscaras que solamente muy de vez en cuando llegaba a ponerse. A veces se mostraba apasionado y a veces no le importaba nada.
¿Qué le iba a importar la revolución, si no conseguía trabajo? Lo despidieron, iba a entrevistas de trabajo y le decían, vuelva mañana o, mejor, el otro mes.
Alfonso Chase.
La política lo tenía sin cuidado. "Qué me importa a mí", dice, "que cada cuatro años se levante el mismo carnaval y que todos vayamos a votar por el menos malo mientras esto se cae, lo botan y luego todos nos damos la mano y giramos en ronda porque tenemos más maestros que soldados."
En cuanto a sí mismo, poco a poco va poniendo el panorama en claro y puede mirarse en el espejo sin tanto drama. "No me oculto. Tengo conciencia de mi diferencia. Me he aceptado. Miento. Me detesto."
Entre la culpa y la liberación, llega un punto en que le dan risa sus confusiones, sus enredos y limitaciones.
La ciudad que es escenario de Los juegos furtivos, es un lugar indefinido, ya sea San José o New York, París o New Orleans, es un espacio oscuro, lleno de territorios ocultos, amplias zonas tenebrosas, en que las tragedias humanas se arrastran por los caños o se desprenden de los muros de las casas elegantes. 
El relato a veces puede resultar sórdido, como en la experiencia en que cuatro amigos entraron al cuarto con la misma prostituta para que saliera más barato y, en vez de placer, terminaron sufriendo asco. Sin embargo, incluso en el paseo por el lado oscuro, hay espacio para la sensibilidad y la conmiseración, al comprender la tragedia de aquella otra prostituta que, pese a haber salido temprano, regresó a casa de madrugada sin haber conseguido un solo cliente, con la angustia de que, en el nuevo día que comoenza, no tendrá nada que darles de comer a sus hijos.
Si los lectores de hace cincuenta años, al leer Los juegos furtivos exclamaron "¡Ay qué horror!", no hay motivo para que esa actitud se mantenga tanto tiempo después. La primera novela de Alfonso Chase hace tiempo que merece ser leída como lo que es, un profundo y sincero ejercicio de introspección que permite explorar conflictos tanto psicológicos como sociales.
Escrita con prosa pulida, clara, transparente y serena, definitivamente alejada del patetismo y lo grotesco, esta novela breve es capaz de brindar, en cada página, temas para profundas reflexiones.
Una de sus muchas líneas memorables reza: "Parece que fue ayer. Todo me parece que fue ayer. Es increíble el olvido, son terribles los recuerdos."
Los libros, como las personas, envejecen. A veces, las obras literarias envejecen más rápidamente que sus autores aunque, naturalmente, hay excepciones. Medio siglo después, Alfonso sigue siendo joven y Los juegos furtivos no ha dejado de ser una novela fresca y sorprendente. 
INSC: 1440

domingo, 26 de noviembre de 2017

Atavismo diabólico. Cuentos de Ricardo Blanco Segura.

Atavismo diabólico. Ricardo Blanco
Segura. Editorial Costa Rica.
Costa Rica, 1980.
En cada uno de los diecisiete relatos de este libro hay una puerta abierta a otra dimensión, un suceso inexplicable o una tragedia misteriosa. No son, precisamente, cuentos de terror, sino más bien asomos a otra realidad más allá de la evidente. Los involucrados en los extraños sucesos, no solamente no los buscan sino que ni siquiera los creen posibles. Dentro de la rutina de su vida cotidiana, se enfrentan a hechos insignificantes y. cuando se percatan que algo extraño está ocurriendo, casi siempre es ya demasiado tarde para escapar. Hay algunos personajes que se salvaron por un pelo y vivieron para contar la historia, pero la gran mayoría quedó atrapada en una nebulosa oscura.
Varios de los cuentos de esta obra tienen una estructura muy similar. Se presenta a un personaje oscuro e insignificante, uno más de la multitud sin nada particular que llame la atención y, poco a poco, se va conociendo algo de su vida, casi siempre marcada por la soledad y la pobreza. En determinado momento, el personaje entra en contacto con algo o alguien que, a la larga, acaba siendo un ser del otro mundo.  Esta repetición, acaba opacando hasta cierto punto la trama, ya que la hace previsible. Cuando al nuevo ocupante de un cuarto de pensión se le pide que no se acerque a la puerta al final del pasillo y, un día, al verla abierta, se encuentra que estaba ocupada por unos habitantes amistosos, uno ya sabe por dónde va la cosa. 
En algunos cuentos aparece la casa encantada y misteriosa, lúgubre, sucia y maloliente, en que habitan duendes, una bruja o un fantasma. Hay incluso una historia de una mujer que convive con un fantasma en una casa que ni siquiera existe. Otras veces se trata de un objeto, un ropero o un guante, que parecen tener grandes poderes y hasta vida propia. En una ocasión, una mujer venida del más allá conversa con un taciturno bebedor de cantina. Hay hasta una vampiresa que se asoma a la ventana en una de las señoriales casonas de barrio Amón.
A pesar del título, ninguno de los cuentos tiene que ver con atavismos y el único relato que podría clasificarse como diabólico es en el que una humilde muchacha de pueblo acaba emparejándose con un íncubo. Además de espantos sobrenaturales, en el libro hay narraciones de tipo psicológico y detectivesco. Un hombre al que le ha ido verdaderamente mal en la vida descubre, al hacer un repaso de su existencia, quién ha sido el responsable de todas sus desgracias. Un enamorado asesina a la mujer de sus sueños y logra hacer que todos crean que el cupable fue otro. 
Verdaderamente llamativo es el cuento en que un grupo de amigos realiza una excursión al campo para visitar un pequeño pueblo que, tras dar interminables rodeos por caminos rurales, solamente lograron mirar a lo lejos. Sin embargo, cuando el viaje termina, regresan a casa totalmente convencidos de que, aunque fuera sin darse cuenta, en realidad estuvieron en el sitio al que querían llegar.
Algunos relatos, más que cuentos fruto de la fantasía, parecen testimonios de experiencias propias. En dos de ellos, don Ricardo habla de su casa, situada en el barrio de La Soledad, en cuyo piso alto ocurrían hechos extraños. Una pequeña habitación repetidas veces fue encontrada vacía y cerrada por dentro.
Dos conocidos escritores aparecen en sendos episodios. En uno de ellos, don Alberto Cañas es visitado en su despacho por el protagonista de su obra teatral En agosto hizo dos años, mientras que en otro se cuenta la extraña muerte de Marco Retana, el autor de La noche de los amadores. Dicha muerte, por cierto, es ficción, puesto que Marco Retana no solo vivió para leer el relato de su desaparición física, en versión de Ricardo Blanco Segura, sino además escribió el texto de la tapa del libro en que aparece.
En su comentario, Retana destaca el hecho de que este tipo de literatura es poco común en la tradición costarricenses. Las antiguas leyendas de brujas, duendes y aparecidos, tal parece que no tuvieron mucho eco en los escritores ticos, quienes optaron más bien por el realismo.
Ricardo Blanco Segura.
(1932-2011)
Ricardo Blanco Segura, en todo caso, es un escritor atípico. Tras cursar estudios en el Seminario Mayor de San José, debió abandonar la carrera eclesiástica, sin haber llegado a ordenarse, y se dedicó a la docencia e investigación histórica. Publicó las biografías de Mons. Víctor Manuel Sanabria Martínez y de Esteban Lorenzo de Tristán, así como 1884 El Estado la Iglesia y las reformas liberales, Obispos Arzobispos y representantes de la Santa Sede en Costa Rica y su gran obra Historia Eclesiástica de Costa Rica
Con gran sentido del humor, publicó también dos libros de crónicas coloniales, La mujer del sargento y Entre pícaros y bobos, en los que relata episodios jocosos de otras épocas que encontró en los archivos durante sus investigaciones.
Atavismo diabólico sería, entonces, su único libro de ficción. Sin embargo, don Ricardo, a quien tuve el placer de conocer y por quien guardo un gran aprecio, era un conversador infatigable que tenía siempre algo que decir sobre casi cualquier tema y acostumbraba expresar sus contundentes opiniones con gran franqueza. En sus libros, tanto en los de Historia, las crónicas humorísticas y también en este libro de cuentos misteriosos, con frecuencia se aparta de la línea que lleva para dar rienda suelta a la opinadera. 
Algo o mucho de autobiográfico, por cierto, debe de tener El cráter de la ira, el último y más extenso de los cuentos del libro, en que se reproduce el diario de un seminarista inquieto y rebelde, que obtiene buenas calificaciones y hasta reconocimientos simplemente por repetir lo que se supone que tiene que decir, aunque en el fondo tenga serias dudas e incluso abiertos desacuerdos con la doctrina que ha llegado a dominar. Ni siquiera tiene claro hasta qué punto es creyente y, "al borde del paso definitivo", cuestiona todo lo aprendido y lo vivido en sus años de seminarista. Amante del arte, de la historia, del latín y de la música, disfruta todo lo que los oficios tienen de teatral, barroco y misterioso, pero el sentido trascendental que se supone está detrás de todo aquello no acaba de convencerlo. La liturgia, entonces, acaba siendo hermosa, pero hueca. Lector voraz, guarda escondidos los libros que le han prohibido que lea y los coteja con los solemnes tratados en que, según sus maestros, está contenida la verdad inamovible. El conflicto, que además de espiritual e intelectual ha llegado a ser emocional y hasta físico, acaba, como todos los de este libro, en un desenlace inexplicable.
Más que cuentos de terror, Atavismo diabólico es, a fin de cuentas, una larga reflexión sobre la posibilidad de que exista algo más que el mundo que percibimos por medio de los sentidos, escrita por alguien que, pese a dudar seriamente de que esa posibilidad sea real, ha tenido experiencias que apuntan hacia lo contrario.
INSC: 2054

sábado, 18 de noviembre de 2017

La Universidad de Santo Tomás.

La Universidad de Santo Tomás. Paulino
González. Editorial de la Universidad
de Costa Rica. Costa Rica, 1989
La corta vida de la Universidad de Santo Tomás muestra que, aunque Costa Rica sea en la actualidad un país con amplio acceso a las oportunidades de estudio, históricamente el asunto ha tenido sus altos y bajos. El establecimiento de la Universidad fue un gran logro que, pese al esfuerzo invertido y los frutos alcanzados, solamente funcionó durante cuarenta y cinco años. La Universidad fue creada el 3 de mayo de 1843 y clausurada el 20 de agosto de 1888. 
Al estudiar la historia del país, pocos se detienen a considerar los benificios que brindó a la sociedad costarricense el haber tenido universidad brevemente en el Siglo XIX, así como el daño que significó quedarse sin universidad por más de cincuenta años. 
La tesis de grado del historiador Paulino González, presentada en 1972 y publicada, tras la muerte del autor, en 1989, es un trabajo, breve pero muy completo, sobre la Universidad de Santo Tomás. Además de la reseña histórica propiamente dicha, explica el funcionamiento académico y administrativo de la institución y es tan detallado que hasta consigna lo nombres de los profesores y las cuotas de matrícula. 
La educación formal, en Costa Rica, debió recorrer un largo camino antes de organizarse en forma estructurada. Durante la Conquista y la Colonia eran los misioneros quienes alfabetizaban a los habitantes. El padre Diego Aguilar, considerado el primer maestro en Costa Rica, tenía una escuelita en 1594 y Fray Agustín de Ceballos, alrededor de 1605, llegó hasta a escribir un Catecismo en lengua huetar, pero a lo más que se aspiraba era a que los niños aprendieran la Doctrina y fueran capaces de leer, escribir y contar. En 1782, el obispo Esteban Lorenzo de Tristán quiso establecer en el país una escuela de estudios superiores y un hospital, pero ambas iniciativas fracasaron por resistencia de los propios habitantes, quienes creían que tales instituciones, simple y sencillamente, no hacían falta. 
En forma similar a como ocurrió posteriormente con la Univesidad de Santo Tomás, el Hospital San Juan de Dios, fundado originalmente en Cartago en 1782, funcionó solamente doce años, por lo que tras su cierre, en 1794, y hasta la nueva fundación, esta vez en San José, en 1852, Costa Rica estuvo cincuenta y ocho años sin hospital.
Tras la declaración de Independencia, el primer Jefe de Estado, don Juan Mora Fernández, que era maestro, encargó a las municipalidades la administración de las escuelas e impuso una multa a los padres que no matricularan a sus hijos en ellas. Don Braulio Carrillo fue más allá y en La ley de bases y garantías, estableció que los padres que descuidaran la instrucción de sus hijos perderían su custodia y hasta la nacionalidad. Lo que se enseñaba, en todo caso, seguía siendo lo básico.
El padre Manuel Alvarado, síndico de la Municipalidad de San José, fue el encargado de estructurar la primera institución de estudios formales del país, que abrió en 1814 con el nombre de Casa de Enseñanza de Santo Tomás y tuvo como primer director al Bachiller Rafael Francisco Osejo. En el nuevo centro, los niños y jóvenes estudiaban latín, gramática, filosofía, álgebra, historia y ciencias. Para mantener la disciplina, los profesores estaban autorizados a azotarlos con coyunda o palmeta pero, debido a ciertos abusos, el castigo físico fue suprimido en 1822. En cuanto los estudiantes supieron que los profesores no podían pegarles, aprovecharon para vengarse y empezon a pegarles a ellos, por lo que el permiso a los docentes de dar azotes, tras muchas discuciones, fue restablecido en 1823.
Además de violento, el ambiente era algo confuso. Los estudiantes debían asistir a Misa y rezar el rosario diariamente, pero los textos y las clases eran más bien de tendencia liberal. Los jóvenes pronto se aburrían de las complicadas clases de latín y de las pesadas lecturas de los autores de la Ilustración y optaban por abandonar las aulas y volver al trabajo del campo, que era lo suyo. 
Como los muchachos no concluían los estudios, la primera graduación tuvo lugar más de veinte años después de abierta la casa. Vicente Herrera Zeledón fue el primero en recibir el título de Bachiller, el 4 de enero de 1859. Sus compañeros de graduación fueron Ramón Carranza, José Antonio Pinto, Pío Alvarado y Antonio Salazar.
En 1843, el Dr. José María Castro Madriz, ministro general del Jefe de Estado José María Alfaro propuso que la Casa de Enseñanza se convirtiera en Universidad. El decreto de creación se firmó el 3 de mayo de ese año pero, por los preparativos necesarios, la inauguración tuvo lugar en abril del año siguiente con cursos de filosofía, gramática latina y matemáticas. Posteriormente se incluyeron clases de economía, Derecho, ingeniería, Medicina, Farmacia, inglés, francés y alemán. 
En 1853, a petición del gobierno de don Juan Rafael Mora Porras, el Papa Pío IX le concedió a la Universidad el título de Universidad Pontificia. Esta declaratoria le otorgaba al obispo autoridad de aprobar o rechazar profesores, cursos o libros de texto, sin embargo, los profesores gozaron de absoluta libertad de cátedra. La única vez que a un profesor se le llamó la atención fue cuando, en 1875, don Vicente Herrera Zeledón debió exigirle al Dr. Lorenzo Zambrana que no utilizara su clase como tribuna propagandística.
La Universidad de Santo Tomás se ubicaba en avenida segunda
y calle tres. En la foto, al fondo a la izquierda, se aprecia 
una de las torres de la Catedral.
La Universidad de Santo Tomás era verdaderamente autónoma ya que, aunque el trabajo del rector era supervisado por el gobierno, la institución gozaba de recursos propios, es decir, no constituía una carga para el Estado. No como ahora, que las universidades públicas son autónomas en todo menos en su financiamiento, que pesa sobre los hombros de todos los contribuyentes sin que ninguno tenga derecho a exigir cuentas. Ser profesor en la Universidad de Santo Tomás era un honor, no un privilegio. Cuando un profesor obtenía el grado de Catedrático, en vez de ver aumentados sus ingresos, más bien quedaba obligado a donar una cuarta parte de su sueldo a la Universidad. Los profesores podían pensionarse, tras veinte años de servicio, con la mitad de su salario pero, años después y por iniciativa de los propios interesados (si les puede llamar así), se redujo el monto de la pensión a solamente un tercio.
El mayor problema que afrontó la Universidad fue que los jóvenes no tenían interés por matricularse en ella. Ya fueran pobres o ricos, hijos de peones o de cafetaleros, consideraban suficiente lo aprendido en la primaria y, en vez de calentarse los sesos con complicadas lecturas y operaciones matemáticas, preferían dedicarse a la agricultura o el comercio. Con el propósito de ir formando su propio semillero, la Universidad estableció, en 1875, el Instituto Nacional, un colegio de secundaria al que traían niños interesados y capacitados para el estudio. Los inspectores visitaban las escuelas rurales para buscar talentos. Cuando el maestro de pueblo recomendaba a alguno de sus alumnos, el inspector visitaba su casa y, de golpe, le soltaba al padre la pregunta: "¿Usted me da permiso de llevarme a su chiquito a San José para que sea educado en el Instituto Nacional?"
En ese momento, el humilde campesino seguramente quedaba con la boca abierta y, tras reponerse del susto, dirigía una mirada a su hijo descalzo y de cara sucia al que querían hacer un Doctor de esos que saben latín y discuten cosas que nadie entiende.
Los estudios en el Instituto Nacional y la Universidad de Santo Tomás eran cosa seria. Además de latín, debían llegar a dominar al menos otra lengua (inglés, francés o alemán). El estudio de la filosofía, la gramática y la Historia era a un nivel muy profundo y las interminables lecturas eran seguidas por un examen implacable. En la carrera de Derecho, por ejemplo, no se estudiaba la legislación costarricense, que se llegaría a dominar luego en la práctica, sino Filosofía del Derecho, Derecho Romano, Common Law británico y el Código Napoleónico, Es decir, la Universidad de Santo Tomás no graduaba abogados sino, más bien, juristas. 
El bachillerato y la licenciatura se obtenían aprobando exámenes orales ante un tribunal, pero para alcanzar el título de Doctor había que presentar una tesis. El sistema era muy severo. Al candidato se le presentaban varios papeles doblados y debía escoger uno al azar, en que estaba escrito el tema sobre el que debería presentar su tesis. Inmediatamente lo encerraban en una habitación con todos los libros que quisiera llevarse de la biblioteca y ahí debía permanecer, sin pan ni agua, hasta que terminara de escribir su tesis. Cuando salía, leía su escrito ante los catedráticos, quienes luego lo acribillaban con preguntas y objeciones. Lo duro del caso es que los examinadores ya se habían preparado sobre el tema, mientras que el aspirante debía salir del paso con lo que  ya sabía o lo que acababa de repasar.  
Quienes, incluso sin llegar a graduarse, pasaron por las aulas de la Universidad de Santo Tomás, inevitablemente adquirieron una amplísima cultura general. Eso explica el alto nivel tanto literario como de contenido, de los periódicos y los debates políticos en la segunda mitad del Siglo XIX. Aunque buena parte de la población seguía siendo analfabeta, el país contaba con grandes intelectuales, no todos ellos, por cierto, de familias adineradas. Don Cleto González Víquez, don Máximo Fernández Alvarado y don Pedro Pérez Zeledón, por citar algunos, tenían orígenes muy humildes. Mucho se ha hablado de las diferencias sociales entre ricos y pobres, entre dones y descalzos, entre levas y chaquetas, pero, más allá del dinero, en cualquier sociedad la cultura tiene también su peso. Hubo grandes finqueros, dueños de beneficios y exportadores de café que nunca metieron la cuchara en los debates nacionales, mientras que los hijos de campesinos que tuvieron la oportunidad de estudiar en la Universidad de Santo Tomás llegaron a ser influyentes en la toma de decisiones.
Antes de que se fundara la Universidad de Santo Tomás, para obtener un grado académico había que trasladarse a Nicaragua o a Guatemala, como hicieron don Florencio del Castillo, Fray Antonio de Liendo y Goicoechea, Mons. Anselmo Llorente Lafuente, don Carlos y don Julián Volio, el Dr. Jesús Jiménez o el propio Dr. Castro Madriz. El dinero obtenido por las exportaciones de café le permitió a los hermanos Mariano y José María Montealegre estudiar en Europa. Pero mantener a un hijo en el extranjero durante años no era algo que estuviera al alcance de todas las familias.
El rostro Mauro Fernández Acuña (1843-1905), quien dejó a
Costa Rica sin universidad aparecen en los billetes de dos mil
colones.
El cierre de la Universidad de Santo Tomás, en 1888, devolvió el país a esa situación ya superada. Durante los cincuenta años que Costa Rica estuvo sin universidad, solamente los hijos de familias ricas tuvieron oportunidad de estudiar afuera. 
Mauro Fernández Acuña, Ministro de Educación durante el gobierno de Bernardo Soto, fue el proponente y ejecutor de la clausura de la Universidad. Según él, "Costa Rica no podía tener una universidad", afirmación verdaderamente absurda puesto que ya la tenía. Y, en todo caso, ¿por qué Costa Rica no podía y Nicaragua y Guatemala sí?
Don Mauro argumentaba también que había que hacer a un lado los estudios filosóficos y puramente teóricos, para sustituirlos por la formación técnica que era lo que el país necesitaba. Pero dentro de las carreras que la Universidad ofrecía estaban, no solamente Medicina e Ingeniería, sino también contabilidad y agrimensura.
Más allá de sus justificaciones, tal parece que don Mauro era uno de esos genios que, cuando se sienta en su escritorio a formular un plan, destruye todo lo que no calce con él. Quiso reestructurar y unificar la educación pública y, para lograrlo, tal parece que necesitó echar mano de los recursos, que ya eran considerables, de la Universidad.
Quienes lo defienden, dicen que cerró la Universidad pero fortaleció la educación media al fundar el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas y el Instituto de Alajuela. Sin embargo, el Instituto Nacional, para varones, existía desde 1871 y la Escuela de Niñas. En Alajuela el Instituto de Educación Secundaria que existía desde 1878 estaba cerrado y don Mauro se opuso a que fuera reabierto.. Con el Liceo de Costa Rica y el Colegio de Señoritas, al cambiarle el nombre a instituciones ya existentes, quedó como fundador de instituciones nuevas. En el caso del Instituto de Alajuela, se le atribuye la fundación de un centro de estudios abierto contra su voluntad. Afortunadamente no se metió con el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, fundado en 1869, ni con el liceo de Heredia, originalmente llamado San Agustín, fundado en 1875.
Por increíble que parezca, esos cinco centros de enseñanza fueron las únicas instituciones públicas que impartían educación secundaria hasta que don Pepe Figueres y su ministro Uladislao Gámez empezaron a fundar liceos en otras regiones del país. Durante más setenta años, los jóvenes que vivían lejos de San José, Cartago, Heredia o Alajuela, al obtener el diploma de sexto grado no continuaban estudiando, aunque quisieran y pudieran, simplemente porque no había un colegio cerca.
Profesores y alumnos intentaron evitar el cierre de la Universidad de Santo Tomás pero, a pesar de múltiples protestas, apelaciones y hasta ruegos, la clausura se concretó el 20 de agosto de 1888.
Todos los activos de la Universidad, incluyendo el edifio, en avenida segunda, pasaron a manos del Estado. Don Miguel Obregón Lizano, bibliotecario de la Universidad, logró que la amplia colección de la biblioteca de la Universidad sirviera para fundar la Biblioteca Nacional.
Solamente se mantuvieron abiertas las escuelas de Derecho y de Farmacia. En 1897, el pintor Tomás Povedano fundó la Escuela de Bellas Artes y, en 1926, por iniciativa de don Arturo Volio, el gobierno estableció la escuela de Agronomía.
La intención de reabrir la Universidad fue un anhelo constante y, en 1940, el Dr. Rafael Angel Calderón Guardia y el Lic. Luis Demetrio Tinoco Castro fundaron la Universidad de Costa Rica, en la que unieron las escuelas ya existentes, Derecho, Farmacia, Bellas Artes y Agronomía junto con una nueva, de Filosofía y Letras. Aunque, al momento de la fundación de la Universidad de Costa Rica se insistió en dejar bien claro que no se trataba de la reapertura de la Universidad de Santo Tomás, la nueva institución adoptó el mismo escudo (un girasol) y el mismo lema (LUCEM ASPICIO) de la anterior.
En la Biblioteca Carlos Monge Alfaro, de la Universidad de Costa Rica, se conservan los dos enormes retratos al óleo del Dr. José María Castro Madriz y de su tío el padre Juan de los Santos Madriz, fundador y primer rector, respectivamente, de la Universidad de Santo Tomás.
INSC: 1952
Fachada de la Universidad de Santo Tomás.

martes, 14 de noviembre de 2017

Abelardo Bonilla: periodista, profesor y presidente por unos días.

Abelardo Bonilla. Constantino
Láscaris. Ministerio de Cultura,
Juventud y Deportes.
Costa Rica, 1973.
Abelardo Bonilla Baldares dedicó toda su vida al estudio, la lectura y la reflexión. Nació en Cartago, el 5 de diciembre de 1898 y, por su gran interés por los idiomas, muy joven logró dominar el inglés y el francés. Su primer trabajo fue en el Diario de Costa Rica, empresa que lo contrató como traductor de los cables internacionales y en la que posteriormente fue también periodista y redactor de editoriales. En total, dedicó treinta años de su vida al periodismo. 
Cursó algunos estudios de Derecho, pero no llegó a graduarse. Lector voraz, tuvo una formación autodidacta en Literatura, Historia y Filosofía. Cuando se inaguró la Universidad de Costa Rica, en 1940, fue llamado a dar clases en la Facultad de Filosofía y Letras desde su fundación, en el curso lectivo de 1941. 
En 1949, cuando la Asamblea Nacional Constituyente iniciaba sesiones, los diputados Fernando Volio Sancho, Fernando Baudrit Solera, Fernando Fournier Acuña y Rodrigo Facio, quisieron proponer a la cámara un borrador que sirviera de base para la nueva Constitución. Como redactores del proyecto, llamaron a Manuel Antonio González Herrán, Fernando Lara Bustamante, Rafael Carrillo Echeverría y Abelardo Bonilla. Se ha dicho que el texto que prepararon, comocido como la "Constitución de los tres Fernandos", era una propuesta audaz, novedosa y formidablemente escrita que replanteaba toda la estructura social, jurídica y política del país pero, apenas estuvo en el tapete, fue descartada casi de inmediato. Los viejos liberales de la Constituyente, liderados por don Arturo Volio Jiménez, pese a estar en minoría frente a los jóvenes de ideas nuevas, con su elocuente oratoria convencieron a la Asamblea que no era conveniente ensayar reformas con castillos en el aire y lograron que la nueva Constitución de 1949, no fuera más que la misma Constitución de don Tomás Guardia, de 1871, con ligeros retoques.
Profesor y periodista, Abelardo Bonilla miraba la política desde la barrera. El gobierno, los debates de la Asamblea y la actualidad nacional en general eran, para él, un tema de análisis más que una actividad en la que quisiera verse envuelto. Sin embargo, Otilio Ulate, propietario del Diario de Costa Rica en el que Abelardo Bonilla trabajaba lo convenció de meterse en la danza. Durante el gobierno de Ulate (1949-1953), Bonilla fue diputado de 1949 a 1953 y, el último año, ocupó también la presidencia de la Asamblea Legislativa.
La experiencia, a la que pocas veces se refirió, le sirvió para convencerse que la política no era lo suyo. Sin embargo, para las elecciones de 1958, don Mario Echandi Jiménez lo escogió como candidato a vicepresidente. La designación fue una sorpresa. Abelardo Bonilla, discreto profesor de la Facultad de Letras, no iba a aportarle al partido ni dinero ni votos. Era una persona de ingresos modestos y, aunque era una figura conocida, no era influyente ni tenía seguidores.
Mario Echandi impone la Banda Presidencial al
escritor y periodista Abelardo Bonilla (1898-1969),
quien fue Presidente de Costa Rica por una semana.
Cuando don Mario asumió la presidencia, Abelardo Bonilla, pese a ser oficialmente el Vicepresidente de la República, continuó dando clases en la universidad. En aquellos tiempos no se acostumbraba que los vicepresidentes tuvieran alguna función en el gobierno (ni siquieran recibían ningún tipo de sueldo por serlo), por lo que continuaban dedicados a sus actividades usuales y se limitaban a sustituir al presidente por enfermedad o ausencia del país. Don Mario, fuerte como un roble, nunca se enfermaba y, además, en sus cuatro años como presidente no salió ni una vez del país, así que sus vicepresidentes podían desentenderse por completo del asunto.
Sin embargo, en 1961, cuando a su administración solamente le quedaba un año, don Mario Echandi decidió tomarse unos días y llamó a Abelardo Bonilla a que ejerciera la Presidencia de la República. Se había convocado un Congreso Interamericano de Filosofía en Costa Rica al que asistirían catedráticos de todo el continente y don Mario tuvo la feliz idea de que el Presidente del Congreso de filósofos, fuera también el Presidente del país que los acogía. La noticia le dio la vuelta al mundo. Por aquellos años buena parte de los países latinoamericanos estaban gobernados por regímenes autoritarios y lo menos que haría un presidente sería abandonar el poder, ni siquiera de manera temporal. Algunos asistentes al Congreso bromeaban preguntándose si Bonilla devolvería la presidencia o se quedaría con ella.
Abelardo Bonilla escribió numerosos ensayos sobre Filosofía, Literatura y Estética. Incluso su única novela El valle nublado (1944), es considerada una propuesta análitica sobre los valores que, en su opinión, definían la historia y la cultura costarricense.
Miembro de la Academia Costarricense de la Lengua desde 1953, participó como conferencistas en diferentes foros, fue profesor invitado en Kansas y publicó en distintas revistas españolas. Su obra más conocida es Historia y Antología de la Literatura costarricense (1957), que hasta el momento ha tenido tres ediciones. La primera, en 1957, por la Editorial de la Universidad de Costa Rica, la segunda, en 1967, por la Editorial Costa Rica y la tercera, en 1984, por la Editorial STVDIUM de la Universidad Autónoma de Centroamérica. 
Abelardo Bonilla fue galardonado con el Premio Aquileo Echeverría de Ensayo por su libro América y el pensamiento poético de Rubén Darío (1967), que preparó a propósito del centenario del nacimiento del gran poeta nicaragüense.  Esa fue su última obra publicada ya que Abelardo Bonilla falleció el 19 de enero de 1969.
De manera póstuma, en 1973, se publicó su ensayo En los caminos de la unidad centroamericana, que había dejado inédito. Ese mismo año, el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes publicó una pequeña biografía y antología suya dentro de la serie "¿Quién fue y qué hizo?" dedicada a rescatar la memoria de figuras de la historia de Costa Rica. El libro, sin embargo, no tiene ni la profundidad ni la amplitud que habrían podido esperarse. Constantino Láscaris, encargado de presentarlo, como era usual en él, se dedica a hablar de sí mismo. Cuenta cómo lo conoció, menciona detalles personales que no vienen al caso, se refiere a episodios tan intrascendentes como las partidas de ajedrez que jugó con él y, en cuanto a detalles personales, roza la indiscreción. Láscaris, que se decía filósofo, es un escritor más entretenido que profundo, que da la impresión de esmerarse más en resultar ingenioso que en brindar información relevante. En el colmo del autobombo, incluye en el libro el texto entero de una carta en la que él (Láscaris, ¿quién más) analizó, criticó y comentó la obra de Bonilla.
La breve antología incluida tampoco deja una impresión muy favorable de Bonilla. Hispanófilo hasta el extremo, desautoriza la Leyenda Negra que pretende manchar con sangre la "obra civilizadora de la Conquista española."  Llama la atención que Bonilla, quien tuvo la oportunidad de ser profesor de la Universidad de Costa Rica sin tener un título universitario, se muestre vehementemente contrario a la extensión de oportunidades educativas para todos. En su opinión, si se cierra una escuela rural no se hace un daño, porque "la instrucción es algo evidentemente para una minoría." Reniega de las doctrinas pedagógicas modernas, llama "una tontería" a la educación cívica y sostiene que estimular el espíritu creativo de los niños libremente "es una irresponsabilidad." 
En su afán por mantener el acceso a las aulas restringido a una elite, se lamenta de "errores como el de ampliar la Universidad, que ya llega hasta San Ramón, y si hubiera dinero, ya estaría en Liberia y Turrialba." Irónicamente y contra sus deseos, salió profeta porque hoy la Universidad de Costa Rica tiene sedes en Liberia y Turrialba.
Abelardo Bonilla, al igual que Láscaris, Luis Barahona y otros autores que Alexander Jiménez Matarrita calificó como Nacionalistas Metafísicos, creía en un ser nacional, un espíritu nacional y una mentalidad nacional, fantasía ilusa y peligrosa que, en las sociedades multiculturales de hoy, cada vez menos personas comparten.
Aunque su pensamiento definitivamente se quedó en otra época y hoy, si se leyera, solo provocaría asombro y sorpresa, la anécdota de que un escritor, profesor y periodista haya sido Presidente de la República por una semana no deja de resultar simpática.
INSC: 1790

Adolphe Marie periodista en Costa Rica de 1849 a 1856.

Pinceladas periodisticas de la Costa
Rica del Siglo XIX por Adolphe Marie.
Jeannette Bernard Villar. Ministerio
de Cultura Juventud y Deportes.
Costa Rica, 1976.
Cuando, en 1852, el escritor alemán Wilhelm Marr estuvo en Costa Rica y manifestó su interés por conocer a los personajes notables del país, le recomendaron que asistiera a las peleas de gallos, puesto que allí los encontraría a todos. La descripción que dejó escrita en la crónica de su viaje es en verdad pintoresca.
A las tres de la tarde del domingo, tras pagar un real como derecho de entrada a un galerón desvencijado, se encontró con una bulliciosa multitud en que se mezclaban "dones y descalzos", interactuando con absoluta igualdad. El presidente de la República, anotó, "no tiene escrúpulos en apostar sus pesos contra los del último peón."
Tal parece que don Juan Rafael Mora Porras, el presidente, no le causó buena impresión. Lo describe como un señor de pequeña estatura y cara llena y astuta, vestido de frac negro y pantalones amarillos. Consigna en su escrito que le dijeron que don Juanito "tan solo se ocupa en los asuntos del gobierno cuando está en juego su interés personal, y deja la política menuda en manos de su ministro Carazo, en tanto que un francés, Monsieur Adolphe Marie, atiende la alta política, es decir, la correspondencia con las naciones extranjeras."
Haya sido cierto o no lo que le dijeron, la leyenda de que, durante la presidencia de don Juanito, Manuel José Carazo gobernaba y Adolphe Marie escribía. fue repetida tanto por amigos como enemigos de su administración. A Adolphe Marie se le atribuye hasta la redacción de las dos proclamas de don Juanito contra los filibusteros de William Walker, que contienen, por cierto, expresiones que remiten a la Marsellesa, himno nacional de Francia. De la enorme cantidad de documentos que aparecen firmados por don Juanito, hay unos de expresión simple y redacción atropellada, mientras que otros son de giros complejos, vocabulario elevado y elegante prosa. Muchos han supuesto que esta disparidad se debe (tomando en cuenta el hecho de que don Juanito no cursó estudios superiores) a que los primeros son obra enteramente suya, mientras que los segundos debieron haber sido redactados por su colaborador francés. Si no se los escribía, al menos se los corregía, porque la prosa de don Juanito desmejoró mucho a partir de 1856, año de la muerte de Adolphe Marie.
No hay muchos datos sobre la vida de Adolphe Marie. Se supone que nació en Francia en 1816, pero se desconocen el lugar y la fecha exacta. Tampoco se sabe cuándo ni por qué motivo decidió emigrar a América. Arribó a Costa Rica en 1848 en compañía de Juan José Flores, el militar venezolano que fue tres veces presidente de Ecuador. Se ignora también a qué se dedicó el francés durante su primer año en Costa Rica. Su nombre se hizo notar cuando, el 26 de mayo de 1859, publicó un artículo en el periódico El costarricense, que fue muy apreciado por la alta sociedad josefina.
El debut de Adolphe Marie en la prensa costarricense, de la que se convirtiría en figura principal casi inmediatamente, no fue, como los que escribiría luego, un editorial político, ni una nota humorística, ni una crónica social, ni una traducción de un artículo europeo, sino, simple y sencillamente, un obituario. Escribió la nota necrológica de Manuela Escalante, hija de Manuel García Escalante y María López del Corral y Nava, que nació el 16 de julio de 1816 y falleció el 25 de mayo de 1849,  poco antes de cumplir los treinta y tres años de edad. Manuelita, que era soltera e hija de familia rica, dedicaba sus interminables horas de ocio a estudiar los clásicos latinos y griegos, dominaba la filosofía de Aristóteles y era una gran lectora de las obras de Cornelio Tácito, a quien consideraba "el escritor más profundo de todos los siglos y el que más conoció el corazón humano."
La finada Manuelita era hermana de Rafael García Escalante, tatarabuelo de mi gran amigo don Roberto Trejos Escalante y en alguna ocasión comenté con él que tal parece que su lejana pariente era una mujer de amplia cultura y clara inteligencia. Lamentablemente sus escritos no se conservaron.
Adolphe Marie se convirtió en redactor de El Costarricense y, en 1850 fundó el periódico El guerrillero, donde hizo gala de un agudo estilo satírico. Dos años después, en 1852, fundó El Eco. Ese mismo año Adolphe Marie se convirtió en colaborador cercano de don Juanito Mora, quien lo nombró redactor de La Gaceta y funcionario de confianza en las carteras de Educación y Relaciones Exteriores. Llegó incluso a representar al país en misiones internacionales. Marie dirigió también un periódico llamado El compilador, en 1853.
Algunos han dicho, equivocadamente, que Adolphe Marie fue el primer profesor de francés de la Universidad de Santo Tomás. Es verdad que Marie dio clases de francés en la Universidad durante el curso de 1855, pero el primer profesor de francés de esa institución fue don Lucas Alvarado en 1844.
Estudiosos de la historia costarricense, como don Cleto González Víquez, Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez, Francisco Montero Barrantes o Luis Felipe González Flores manifestaron en algún momento el valor literario de la obra periodística de Adolphe Marie que, con el paso de los años, acabó siendo desconocida para el gran público.
En 1973. Jeannette Bernard Villar obtuvo en Francia su Doctorado con una tesis sobre Adolphe Marie, periodista en Costa Rica. Tres años después, el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes publicó Pinceladas periodísticas de la Costa Rica del Siglo XIX por Adolphe Marie, antología compilada por la Dra. Bernard. En el prólogo, la investigadora declara que, en su recopilación de documentos, no pudo dar ni con un ejemplar suelto de El Eco, por lo que esa parte de la obra de Marie tal parece que se ha perdido. La producción periodística de Marie que se conserva, en todo caso, es bastante amplia.
Adolphe Marie no siempre firmaba los artículos que escribía con su nombre completo, ya que en ocasiones solamente ponía sus iniciales: A.M. También utilizaba el pseudónimo de Fantasio, por lo que algunas de sus notas aparecen firmadas también por una F. En el libro se incluyen largas disertaciones políticas, así como notas jocosas sobre la vida josefina. Apasionado defensor de la unión centroamericana, con frecuencia polemizaba sobre este tema y se refería a publicaciones aparecidas en periódicos de otros países del Istmo. Para dar a conocer el pensamiento y figura de los escritores de su país natal, no solo publicó notas sobre Lamartine, Girardin, Chateaubriand y Víctor Hugo, sino que reprodujo, traducidos al español, artículos escritos por ellos.
Marie escribía en broma y en serio. Su extenso tratado sobre la importancia de la cortesía tiene guiños humorísticos y la crónica de la pelea de gallos entre el Paperas y el Pinto, deja muy claro la pasión que despertaba este entretenimiento entre los costarricenses de aquella época. Con un breve diálogo, Marie muestra que, mientras los dos animales se batían a muerte, no había fuerza en el mundo capaz de hacer que los asistentes abandonaran su sitio.

—Mira que arde tu casa.
—¡Que arda!
—Que te roban a tu mujer.
—¡Que se la roben!
—Que se muere tu hijo.
—¡Que se muera!

Ninguna emergencia de la Patria, dice Marie, habría podido reunir en quince días la cantidad de oro que se jugó en apenas unos minutos sobre esa pelea.
Teatro Mora, primera sala de espectáculos en Costa Rica. La foto es de
1870, cuando era llamado Teatro Municipal de San José.
Para ofrecer espectáculos más refinados que los de las galleras, el 11 de abril de 1850 inició la construcción del primer teatro en San José que, en honor al Presidente, fue llamado Teatro Mora. El edificio, que se encontraba en avenida segunda y calle seis, fue diseñado por Alejandro Escalante, usando como modelo un pequeño teatro de Lima. La inauguración tuvo lugar el 1 diciembre de 1850. Un tenor italiano de apellido Ghizzoni, interpretó canciones de Rossini, Verdi y Donnizzetti. También cantó la sueca Jenny Lind, gran amiga del escritor danés Hans Christian Andersen. La parte divertida, estuvo a cargo de un mago.
Antes de la construcción de este edificio, con platea en forma de herradura, amplio patio de butacas, espacioso escenario y palcos elevados, las únicas representaciones teatrales que había habido en Costa Rica habían tenido lugar en galerones a los que los asistentes debían llegar cargando su propia silla. Un grupo de aficionados, entre los que había costarricenses y españoles, montaron varias obras cómicas y dramáticas en el Teatro Mora, pero la primera compañía profesional en presentarse fue la del francés Mateo Fournier, que se encontraba de gira en Panamá y fue invitada a venir a Costa Rica. Debutó el 13 de diciembre de 1851 y llegó a presentar doce funciones.
Pese al esfuerzo de los promotores, el teatro no llamó mucho la atención. Adolphe Marie se quejaba de que los ticos preferían el billar, los toros y las peleas de gallos. Cuando llegó a San José un circo que, entre los saltimbanquis, tenía uno que caminaba en la cuerda floja, atrajo a su carpa una verdadera multitud,  mientras que el teatro quedó vacío.
Para colmo de males, el obispo Anselmo Llorente Lafuente, no miró con buenos ojos la apertura del teatro y mandó a los católicos que se abstuvieran de asistir a él. Para Monseñor Llorente, el teatro "constituía un peligro para la moral social y era aliciente estimulador a la conquista de ideas antirreligiosas y disociadoras."
Adolphe Marie que, entre otros cargos públicos que desempeñaba, era el censor oficial de espectáculos, defendió el teatro desde las páginas de La Gaceta. Le recordó al obispo que en la propia Roma, gobernada por el Papa, había teatros que ofrecían funciones incluso durante la Cuaresma e invitó al obispo a asistir a alguna de las funciones para que confirmara, por sí mismo, que el espectáculo no estaba reñido con la moral y las buenas costumbres y que, más bien, contribuía al enriquecimiento cultural de la población. Llorente, como era de esperar, ni aceptó la invitación ni cambió de criterio.
Por la posición del obispo, la compañía Fournier se marchó de Costa Rica. El único que se quedó fue Emilio Segura, quien se dedicó al periodismo al lado de Monsieur Marie. Pese a la amarga primera experiencia, en años posteriores la compañía Fournier se presentó dos veces más en Costa Rica y, finalmente, todos acabaron residiendo en el país. Don Mateo Fournier Hecht, hijo de Mateo Fournier, el director teatral, contrajo matrimonio con Pacífica Quirós Morales y fue el fundador de la familia Fournier en Costa Rica. Don Mateo y doña Pacífica son los abuelos de don Rodrigo Fournier Guevara y los bisabuelos del Presidente Rafael Angel Calderón Fournier.
Durante la Campaña Nacional de 1856-1857 y la peste del cólera, el teatro se mantuvo cerrado. En 1858 se reabrió con una obra teatral sobre la guerra contra los filibusteros. Tras la caída y posterior fusilamiento de don Juanito Mora, el recinto pasó a llamarse Teatro Municipal y estuvo activo unos años más.
Adolphe Marie prestó servicios importantes durante la Campaña Nacional como diplomático. Tuvo una misión muy delicada en Guatemala que tal parece fue exitosa.
Uno de los artículos de Chateaubriand que Adolphe Marie tradujo y publicó en Costa Rica trataba de la peste del cólera, que se estima que causó más de cuarenta millones de muertes en Asia, Africa, Europa y América durante el Siglo XIX. La epidemia, según el escrito de Chateaubriand, empezó en la India en 1817 y de allí se extendió por todo el mundo. En Rusia, Inglaterra y Francia, el cólera aniquiló poblaciones enteras. En Francia, por cierto, los cadáveres, en vez de ser enterrados, eran arrojados a los ríos. Entre las víctimas del cólera en Estados Unidos estuvo Ellen Galt Martin, la novia de William Walker en New Orleans.
Hoy, hasta los niños de escuela saben que el cólera lo provoca una bacteria, pero en aquellos años, cuando no se sabía de la existencia de microorganismos, Chateaubriand se preguntaba: "¿Qué es el cólera? ¿Será un viento mortal?"  El Dr. Carl Hoffmann, jefe de los servicios médicos del ejército costarricense durante la Campaña Nacional, creía que la enfermedad se podía curar frotándose con alcanfor. William Walker, que era médico, suponía por su parte que el contagio se debía a la posición que se adoptaba al dormir. Definitivamente, estaban a ciegas ante el mal y los que se salvaron del contagio lo deben a un puro milagro.
Adolphe Marie publicó el artículo de Chateabriand sobre el cólera en La Gaceta, el 31 de agosto de 1850. No pudo haber imaginado que, seis años después, la epidemia llegaría Costa Rica y él sería una de sus víctimas. La vida de Adolphe Marie fue breve. Vivió solamente cuarenta años, los ocho últimos en Costa Rica. Su figura y su obra periodística, pese al esfuerzo de la Dra. Villar, continúa siendo desconocida para el gran público.
INSC: 1709

viernes, 10 de noviembre de 2017

La mujer del sargento. Crónicas de Ricardo Blanco Segura.

La mujer del sargento. Ricardo Blanco
Segura. Ilustraciones de Hugo Díaz.
Editorial Costa Rica, Costa Rica, 1983
En La mujer del sargento, Ricardo Blanco Segura ofrece una serie de episodios históricos que ocurrieron en Costa Rica en el Siglo XIX, algunos durante la época de la Colonia y otros unos años después de la declaración de Independencia. La mayor parte de los relatos se ocupa de asuntos cotidianos, algunos pintorescos y hasta absurdos que se rescatan por lo que pudieran tener de cómicos. La historia que da título al libro trata de un hombre que se negaba a ser reclutado en el ejército y optó por refugiarse en la casa de un matrimonio joven. Tomó como mujer suya a la señora, mientras que al marido lo tenía tan atemorizado que lo obligaba, no solo a servirle sino hasta a presenciar las enormes palizas que le propinaba a su esposa. Cuando las autoridades militares lograron llevárselo por la fuerza al cuartel, la mujer abandonó a su marido y decidió seguir a su agresor, del que creía estar enamorada. Se cuenta también, en otro apartado, la historia de un hombre que le perdonaba constantes infidelidades a su esposa con tal de no perderla. Uno de los amantes de la mujer era casado y su señora, al descubrirlo in fraganti con la otra, la tomó del cabello con tanta fuerza que le arrancó un largo y abundante mechón de pelo que, posteriormente, sirvió de evidencia en la corte. Hay también un relato sobre un rapto de mutuo acuerdo, sobre la regulación de ventas ambulantes, sobre un curandero farsante que estafaba a los ingenuos que creían en sus fabulosos poderes y sobre los pleitos entre un corregidor y un cura, ambos personas de muy cuestionables costumbres.  
A pesar del gran aprecio y respeto que le guardo a don Ricardo Blanco Segura, este tipo de repasos sobre las menudencias de la vida cotidiana en otras épocas nunca ha despertado mi interés. La riña que protagonizaron en 1721 doña Dionisia Fallas de la Vega y doña Antonia Salmón Pacheco, reproducida hasta en sus más escabrosos detalles en el libro, debió haber sido algo escandaloso en su momento, pero de ninguna manera parece digno de figurar en los anales de la historia. Lo que ocurre es que cuando un asunto se ventila en los tribunales, el expediente queda archivado y, años o siglos después, nunca falta el investigador que, fascinado por la trama, crea conveniente darlo a conocer. En el fondo, creo, el único interés que puede generar este tipo de episodios es el deleite por el chisme. Chisme histórico, tal vez, pero chisme a fin de cuentas. En todo caso, quien disfrute enterarse de detalles sobre infidelidades, riñas, estafas y pleitos sobre bienes, no tiene que remontarse tantos siglos atrás, ya que las páginas de sucesos de los periódicos brindan abundante y fresco material de este tipo.
Ricardo Blanco Segura,
(1932-2011).
Lo verdaderamente valioso del estudio de la vida cotiana en otras épocas, no radica en detalles sobre los hechos y los protagonistas, sino en las pistas que brindan para poder hacerse una idea de la sociedad en aquellos tiempos. En este sentido, el libro de don Ricardo ofrece información realmente valiosa. Desde 1577 existían en Costa Rica cofradías que organizaban fiestas populares con el fin reunir fondos para edificar cada una su respectivo templo. Como la población era escasa y se buscaba atraer a la mayor cantidad de público posible, procuraban que sus convocatorias no coincidieran en la misma fecha y se turnaban para realizarlas. De ahí la palabra "Turno",  que es como se llama en Costa Rica a una fiesta de pueblo. Los turnos poco a poco se fueron caracterizando, no solo por las atronadoras bombetas, fuegos de pólvora, corridas de toros y música de cimarrona, sino también por los bailes, rifas, juegos de azar y consumo de bebidas alcohólicas que, en determinado momento, llegaron a alcanzar extremos que rozaban con la alteración del orden. Irónicamente, los fieles devotos construyeron sus templos con el dinero que gastaron en bailongos, apuestas y borracheras.
Todos sabemos que los habitantes de Costa Rica, durante la Colonia, preferían vivir lo más lejos posible de sus vecinos. En vez de congregarse en poblados, preferían abrir un espacio en el monte para sembrar la tierra, criar ganado, vivir acompañados solamente por su familia y alejarse de todos los demás, a quienes veían únicamente los días de Misa y mercado. En el libro, don Ricardo, al repasar el hecho de que la población de San José se hizo a la fuerza, cita la disposición del gobernador que amenazó con quemar los ranchos de los habitantes de los alrededores que no se trasladaran a la recién fundada Villa. 
Las poblaciones eran tan pequeñas, que bastaba sacrificar una sola res por semana para abastecer de carne a todos los habitantes. En Villa Vieja (Heredia), el 22 de abril de 1780, hubo un gran pleito porque el proveedor de carne elegido, entregó un toro flaco y enfermo.
La pobreza, durante la Colonia, era la norma general. En el libro aparece un inventario de una persona que se consideraba rica y que, aunque tenía algunas joyas, incluye, como parte de sus valiosas posesiones, hasta las sillas, las sábanas y las camisas. Había prendas de ropa con un precio mayor al de diez matas de cacao e, incluso, al de un esclavo. Se incluye el resumen de un pleito, en 1773, en que unas personas exigieron que les fuera devuelto un mulato de quince años que habían vendido. El comprador accedió a devolverlo, siempre y cuando le devolvieran lo que había pagado por él y el asunto se complicó con argumentaciones de precio, uso y beneficios en que ni las partes, ni el juez, parecían tener presente que hablaban de una persona.
La mayoría de los habitantes eran analfabetos y los pocos que podían leer y escribir habían aprendido de curas o parientes, ya que no había escuela. Santiago de Bonilla, en 1781, propuso al Ayuntamiento de Cartago la fundación de una escuela para rescatar a la juventud del "Idiotismo" en que vivía. El Concejo acogió la iniciativa y nombró maestro a don Manuel Astúa, a quien se le pagarían dos reales de plata por los niños que lean, cuatro reales por los que además sepan escribir y contar y cincuenta pesos de cacao por los huérfanos que acoja.
En los archivos de la época quedó constancia de que, mucho antes de que hubiera escuela, ya había burdel. El gobernador Tomás de Acosta mandó a María Porras desterrada a Matina tras ser declarada culpable de facilitar jovencitas a cambio de dinero. En 1834, hubo otra casa en Cartago, en que se jugaba a los dados, se expendía licor y se cometían "los más vergonzosos desórdenes de amancebamiento y alcahuetería." Las habitantes de la casa, según el expediente, colectaban "niñas para vender a los jóvenes de esta ciudad, e incluso a hombres casados, pues de noche y aún de día personas de ambos sexos entran en la casa con fin de amancebamiento."  De nada les valio a las habitantes de la casa recomendarle a las visitas que entraran y salieran por la puerta de atrás y terminaron yendo a juicio. Un detalle interesante es que las proxenetas fueron castigadas, a las muchachas prostituidas se les consideró víctimas y a los clientes ni siquiera se les mencionó.
El libro relata también el caso de un juicio por intento de aborto en 1837 que, a fin de cuentas, no fue más que la elaboración de un bebedizo a base de perejil. Incluye también un relato dedicado a las acusaciones que debió enfrentar José María Figueroa, en 1843, por ser el autor de versos ofensivos así como de un dibujo considerado pornográfico.
Verdadero rescate documental son las dos proclamas que publicó José Antonio Pinto, el famoso Tata Pinto, sobre el derrocamiento y posterior ejecución de Francisco Morazán. Estas proclamas, que en el libro aparecen reproducidas íntegramente, no habían sido publicadas antes y ni siquiera son mencionadas por otros investigadores. La primera es del 11 de setiembre de 1842, cuando empezaron las hostilidades contra Morazán, y la segunda es del 16 de setiembre del mismo año, un día después del fusilamiento del general hondureño. En Costa Rica probablemente circularon como hojas sueltas, pero ambas fueron publicadas en El redactor oficial de Honduras, Comayagua, el 15 de octubre de 1852. Con lenguaje grandilocuente (don Ricardo anota que cree que el redactor de las proclamas fue el Dr. José María Castro Madriz), Tata Pinto alega que Morazán debe ser derrocado porque intenta reclutar costarricenses por la fuerza para llevarlos a hacer la guerra en los otros países centroamericanos y, tras la ejecución de Morazán, sin detenerse a justificar el hecho, llama a los pobladores de "Costa-rica", a volver a sus labores y disfrutar de la paz recobrada. 
José Antonio de la Huerta Caso.
Obispo de Nicaragua y Costa Rica.
Murió el 25 de mayo de 1803, degollado por un gato.
En la nota sobre Monseñor José Antonio de la Huerta Caso, obispo de Nicaragua y Costa Rica con sede en León, además de mencionar que fundó la parroquia de Escazú en 1799 y la de Cañas en 1800, se destaca el hecho de fue un gran impulsor de la educación en Costa Rica. Lo memorable, sin embargo, es el relato de las extrañas circunstancias de su muerte. La versión que cuenta don Ricardo es que el desayuno que le dejaban servido al obispo desaparecía misteriosamente y cuando el prelado descubrió que el responsable era un gato, tomó un garrote y se encerró con el animal para castigarlo. Desde afuera se escuchó primero un gran escándalo y luego el más absoluto silencio. Al abrir la puerta, el obispo yacía en el suelo, empapado en su propia sangre, mientras el gato, al lado, se lamía las garras. Otra versión sostiene que el gato era la mascota del obispo y que el hecho de que le haya abierto las venas del cuello con sus uñas fue un accidente. Lo cierto es que el obispo fue retratado en compañía de un gato. Rubén Darío decía que, cuando era niño, contemplar el cuadro del obispo con el gato le despertaba "no sé qué legendarias y diabólicas imaginaciones."
Tras leer La mujer del sargento, de Ricardo Blanco Segura, queda claro que la vida en Costa Rica, durante los siglos XVIII y XIX, aun en medio de la pobreza, el aislamiento y la monotonía que la caracterizó, estuvo llena de acontecimientos y situaciones muy particulares que acabaron siendo consignados en documentos que aún se conservan.
Una de las revelaciones más simpáticas de este libro se refiere a la práctica, tal parece que muy común por entonces, de andar por la calle disfrazado. Como los habitantes eran pocos y todos se conocían, algunos de ellos, con la excusa de hacer penitencia, salían a la calle con grandes sombreros, máscaras y capas. De esa forma podían robar, espiar o acudir a encuentros amorosos clandestinos sin ser reconocidos. La fiesta, sin embargo, les duró poco. Por el abuso que se dio de la práctica, que permitía a los colonos tener una vida secreta, el Teniente Coronel don Juan Fernández de Bobadilla, el 23 de marzo de 1776, dispuso que, para mantener el "sosiego público", quedaba prohibido que hombres y mujeres deambularan con disfraz. "Al que se encontrare disfrazado", advirtió, "bien sea en esta ciudad (Cartago) o en sus arrabales o campos, se le pondrá preso por veinte días en estas cárceles y, en caso de habérsele averiguado haberlo hecho de malicia, se le aplicará el castigo que se tenga conveniente reservado a mi arbitrio."
INSC: 0333

domingo, 5 de noviembre de 2017

Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica.

Anselmo Llorente y Lafuente, primer
obispo de Costa Rica. Víctor Manuel
Sanabria Martínez. Prólogo de Carlos
Meléndez Chaverri. Editorial Costa Rica.
Costa Rica, 1972.
La extensa biografía de Mons. Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica, fue la primera investigación histórica que realizó Mons. Víctor Manuel Sanabria Martínez. quien, con exceso de modestia, la presentó como Apuntamientos históricos, cuando en realidad se trata de una obra verdaderamente rica, tanto en datos como en análisis. Fue publicada en 1933 pero la edición completa, ya impresa, fue mandada a destruir por el arzobispo Rafael Ottón Castro Jiménez, a quien no le hizo ninguna gracia que un cura joven (Sanabria tenía apenas treinta y cinco años), hubiera publicado un libro en que Monseñor Llorente era retratado como un hombre de carne y hueso, que cometió errores de tacto y que en ocasiones fue incapaz de comprender las circunstancias en que vivía inmerso.
Pese a la censura que sufrió su primera obra, Sanabria, apasionado de revisar libros y documentos antiguos, continuó investigando. En 1935 publicó el libro sobre La primera vacante y en 1941 la biografía de Bernardo Augusto Thiel y los Documentos sobre la Virgen de los Angeles.
Irónicamente, cuando Sanabria fue nombrado Arzobispo de San José, se convirtió en el inmediato sucesor de Mons. Castro Jiménez, quien había mandado destruir su primer libro.
La segunda edición de la biografía de Anselmo Llorente fue publicada por la Editorial Costa Rica en 1972, cuando ya Sanabria cumplía veinte años de muerto. En el prólogo, don Carlos Meléndez Chaverri destaca la rigurosidad que caracteriza a Mons. Sanabria como historiador, así como su labor de pionero en ese campo. Sanabria, por cierto, dedicó su primer libro a don Cleto González Víquez quien también fue un gran investigador que llegó publicar numerosos trabajos sobre la historia de Costa Rica.
Cabe señalar que Anselmo Llorente Lafuente no solo fue el primer obispo de Costa Rica, sino también el primer obispo costarricense. El segundo costarricense en ser consagrado obispo fue Mons. Guillermo Rojas Arrieta, primer Arzobispo de Panamá. El segundo y tercer obispo de Costa Rica, Mons Bernardo Augusto Thiel y Mons. Juan Gaspar Stork, eran alemanes. Así que, desde la muerte de Llorente, en 1871, hasta la consagración de Mons. Castro Jiménez, en 1921, pasaron cincuenta años en que la Iglesia de Costa Rica no fue gobernada por un obispo nacido en el país.
El primer intento por establecer una sede episcopal en Costa Rica tuvo lugar en 1560, cuando se propuso para ocuparla al misionero Juan Estrada Rávago, pero la iniciativa no tuvo éxito por la escasa población de la provincia. Costa Rica dependía, en lo eclesiástico, de la Diócesis de León, Nicaragua. Los obispos de León realizaban la visita pastoral al alejado territorio de Costa Rica. Fueron memorables las visitas de Mons. Pedro Morel de Santa Cruz y Mons. Esteban Lorenzo de Tristán, pero lo cierto es que ninguno de los obispos de León llegó a emprender el pesado viaje una segunda vez. 
Tras la independencia, tanto el clero como las autoridades civiles de Costa Rica consideraron importante contar con un obispo propio. Braulio Carrillo solicitó formalmente a la Santa Sede el nombramiento, haciendo la salvedad de que prefería que el elegido no fuera costarricense ni centroamericano. Su solicitud, en todo caso, no fue atendida.
En 1848, tras la proclamación de Costa Rica como República soberana e independiente, el Dr. José María Castro Madriz le escribió al Papa Pío IX, manifestándole que no era conveniente que la Iglesia costarricense dependiera de la de Nicaragua, "un país que nos hostiliza y vive casi anarquizado."
El Dr. Castro trató de presentar como candidato a obispo a su tío materno y mentor intelectual, el padre Juan de los Santos Madriz Cervantes, primer rector de la Universidad de Santo Tomás que había sido también presidente del Congreso y era un verdadero sabio. Sanabria declara, en su libro, que en su investigación no encontró el expediente de vida y costumbres del padre Madriz. Tal vez se trate de una mentirilla de su parte, porque todo el mundo en Costa Rica sabía que el padre Madriz tenía hijos con varias mujeres y uno de ellos, por cierto, era sacerdote, cosa que Sanabria debió haber sabido también y que pesó en que su candidatura no prosperara.
Don Juan Rafael Mora Porras, por su parte, trató de impulsar la candidatura del padre Rafael del Carmen Calvo, hermano de su ministro y hombre de confianza Joaquín Bernardo Calvo, pero cuando se percató que su candidato no tenía muchas posibilidades, le pidió al Papa que nombrara en su lugar a un obispo español o romano. Por alguna razón don Juanito, al igual que Braulio Carrillo, no quería que el deseado obispo de Costa Rica fuera tico.
Sin embargo, cuando en 1850 el Papa Pío IX creó la Diócesis de Costa Rica, nombró como primer obispo a don Anselmo Llorente Lafuente, nacido en Cartago el 21 de abril de 1800 y que se desempeñaba como rector del Seminario Tridentino de Guatemala. La noticia de la creación de un obispado en Costa Rica, cayó como una bomba en Nicaragua, no solo porque la Iglesia costarricense se desligaba administrativamente de Nicaragua y pasaba a ser sufragánea del arzobispado de Guatemala, sino porque el Papa, al establecer los límites de la Diócesis de Costa Rica, reconoció la soberanía costarricense sobre todo Guanacaste, territorio que, pese a la anexión proclamada en 1824, todavía Nicaragua seguía reclamando.
Anselmo Llorente Lafuente (1800-1871).
Primer obispo de Costa Rica.
En Costa Rica, el nombre del primer obispo fue una verdadera sorpresa, ya que nadie lo conocía. Tenía un año de edad cuando murió su padre y siete cuando murió su abuelo y, siendo niño, se había trasladado a Guatemala con sus hermanos varones. Allá estudió, se ordenó sacerdote, fue testigo de la proclamación de independencia el 15 de setiembre de 1821, llegó a ser presidente del hospital, rector del Seminario y hasta diputado en la Asamblea Constituyente de Guatemala en 1848.
Desde que partió, en la infancia, hasta su nombramiento de obispo, cuando ya había cumplido los cincuenta años, Anselmo Llorente Lafuente solamente había regresado a Costa Rica en dos ocasiones, en 1823 y 1830, para visitar a su madre y sus hermanas que vivían en Cartago.
Aunque nació en Costa Rica, Mons. Llorente era de una familia española por tres de los cuatro costados. Su padre, Ignacio Llorente Arcedo, era hijo de Manuel Llorente y Petronila Arcedo, naturales de Vizcaya, en el país Vasco. Su madre, Feliciana Lafuente Alvarado, era hija del teniente español Antonio de la Fuente, nacido en Castilla y de María Francisca Alvarado, criolla, descendiente de Jorge de Alvarado, el hermano de don Pedro de Alvarado, adelantado de Guatemala.
Algunos se preguntan por qué, si hay dos distritos nombrados en memoria del obispo (Llorente de Tibás, en San José y Llorente de Flores, en Heredia), el apellido Llorente haya desaparecido de Costa Rica. La razón es muy sencilla: todos los varones Llorente Lafuente se fueron a vivir a Guatemala. Cuatro de ellos, además, fueron ordenados sacerdotes. Ignacio y Anselmo fueron curas seculares, Nicolás ingresó a la Orden de Predicadores y Juan Tomás a la orden franciscana. Del otro hermano, Domingo, no se tienen registros en el país, por lo que es probable que se hayan radicado en Guatemala.
Las únicas que se quedaron en Costa Rica fueron sus hermanas que, aunque se casaron y tuvieron hijos, no transmitieron el apellido. Su descendencia, sin embargo, es muy numerosa. De su hermana Petronila Llorente Lafuente, casada con Joaquín Yglesias, descienden, entre otros muchos, los expresidentes Rafael Yglesias Castro, Federico Tinoco Granados y Abel Pacheco,  así como don Arturo Volio Jiménez y su hermano el general Jorge Volio, don Luis Demetrio Tinoco Castro, el escritor Joaquín Gutiérrez Mangel, el Lic. Fernando Soto Harrison y el Dr. Longino Soto Pacheco. De su hermana Margarita Llorente Lafuente, casada con Francisco Sáenz, descienden el Dr. Carlos Sáenz Herrera y don Guido Sáenz González. Don Guido, por cierto, me contó una vez que entre sus reliquias familiares tenía el reloj de oro del obispo Llorente y lo donó al Museo Nacional.
Una anécdota, contada por Sanabria en el libro, le resultó muy simpática a don Guido, quien fue dueño de Ladrillera La Uruca. Resulta que Mons. Llorente estaba tan ilusionado con la construcción del Seminario, que se ponía a amasar barro para fabricar los ladrillos que se usarían en la obra. Un día, al lavarse las manos al final de la jornada, se percató que no tenía su anillo pastoral, que debió haber quedado en alguno de los ladrillos. 
El libro de Sanabria sobre Llorente es exhaustivo hasta detalles inesperados. Llega a mencionar incluso los libros de texto que utilizó durante sus estudios en Guatemala, cita sus cartas pastorales una por una, se refiere a su correspondencia oficial y privada y hace un recuento bien documentado de los asuntos administrativos que le tocó atender. También intenta delinear un retrato psicológico del prelado. Sanabria pinta al obispo como huraño, rencoroso e irascible. Cita a Castro Madriz, quien mencionó que Llorente tenía "arrebatos pasajeros y violentos, acaloramientos momentáneos de su sangre ardiente." No se ofrecen detalles, pero con cierta frecuencia se subraya el hecho de que Llorente tenía muy mal genio.
Sin embargo, todos los testimonios coinciden en que era un hombre muy recto. Exigía disciplina en el clero y predicaba con el ejemplo. La austeridad con que vivía rayaba en la pobreza. El viajero irlandés Thomas Francis Meagher, que dejó escritos sus recuerdos del encuentro que sostuvo con él, lo describe como muy serio, muy alto, muy flaco, con dedos huesudos, el cabello blanco y la tez amarillenta. Su único vicio era fumar cigarrillos que enrollaba él mismo y su única distracción era jugar, con la baraja española, malilla y tresillo. Era aficionado a la mecánica y, aunque en la Costa Rica de aquel tiempo había pocas máquinas, cuando alguna se descomponía llamaban al obispo para que la arreglara.
A la izquierda, don Julián Volio Llorente y, a la derecha, don
Francisco María Yglesias Llorente, sobrinos y asesores del
obispo y adversarios políticos de don Juan Rafael Mora.
Sanabria deja claro que Llorente, quien tomó posesión de su cargo el 27 de diciembre de 1851, no logró entenderse bien ni con el pueblo, ni con el clero, ni con el gobierno. Su hermano, el padre Ignacio Llorente, fue su vicario desde 1852 y sus dos colaboradores más cercanos eran sus sobrinos, Julián Volio Llorente y Francisco María Yglesias Llorente, ambos enemigos políticos de don Juanito Mora. Por la cercanía de sus parientes, los curas criticaban al obispo de nepotismo. La palabra nepotismo, por cierto, viene de nepote, que en italiano significa sobrino, por lo que, en este caso, calzaba a la perfección.
El obispo y el presidente se guardaban la cortesía debida, pero se miraban uno al otro con recíproca desconfianza. Don Juanito, paranoico sobre las conspiraciones que pudieran hacer sus adversarios, creía ver, en cada palabra del obispo, la influencia de sus sobrinos. Llorente, por su parte, era supersensible ante cualquier acción, disposición o declaración de don Juanito.
Monseñor Llorente se escandalizaba ante el hecho de que hubiera curas moristas. El padre Nereo Bonilla llegó a afirmar: "Solo tres sacerdotes están con el obispo, los demás estamos con el gobierno."
Amargado y cansado de intrigas, Llorente escribió su carta de renuncia en setiembre de 1854. El documento fue conocido de manera pública, se logró una reconciliación más o menos amistosa y el obispo continuó en su puesto.
Por su experiencia como presidente de un hospital en Guatemala, Llorente fue nombrado presidente de la Junta Edificadora del Hospital San Juan Dios en San José. Costa Rica, había llegado a la mitad del siglo XIX sin hospital. El único intento anterior, el Hospital San Juan de Dios de Cartago, fundado por el obispo Tristán, apenas funcionó doce años, de 1782 a 1794. Llorente puso gran dedicación al proyecto, pero se molestó cuando el gobierno utilizó las instalaciones recién construidas como cárcel para reos comunes y asilo para enfermos mentales. Renunció entonces a la presidencia del hospital. Los galerones de abobe levantados, en todo caso, fueron muy útiles durante la epidemia del cólera.
En 1853, a petición del gobierno, el Papa Pío IX le dio el título de pontificia  a la Universidad de Santo Tomás. La declaratoria implicaba brindarle atribuciones y poderes al obispo sobre la institución y esto acabó desencadenando una agria polémica. Curiosamente, la iniciativa de declarar pontificia la universidad no surgió del Papa del ni del obispo, sino de las autoridades civiles, que solamente cuando el hecho estuvo consumado se percataron de lo que habían hecho.
Por esos años, don Juanito inauguró el Teatro Mora, primera sala de espectáculos cómicos, dramáticos y musicales en San José. El obispo Llorente, austero en sus costumbres hasta el extremo, no miró con buenos ojos esa actividad e instó a los fieles católicos a no asistir al teatro. Adolphe Marie, redactor del gaceta oficial, le hizo ver en un artículo que en la propia Roma, gobernada por el Papa, había teatros y hasta los monseñores de la curia asistían a ellos, pero el obispo Llorente, se negó a levantar la prohibición.
Llorente le resentía a don Juanito Mora el que, con tal de mantenerse en el poder, metiera a la cárcel y desterrara a quienes sospechaba que eran sus enemigos políticos. Entre las víctimas de la represión oficial hubo, en diversas oportunidades, familiares cercanos del obispo. El presidente y el obispo también chocaron por asuntos de dinero, ya que don Juanito pretendía que los fondos de diezmos que percibía la Iglesia, pasaran a disposición del Estado. Pero, pese a las diferencias y constantes encontronazos, el obispo Llorente apoyó a Mora cuando se dispuso a emprender la guerra contra los filibusteros de William Walker.
La proclama con que el obispo arengó a las tropas e instó a los costarricenses a enlistarse en la lucha, parece el anuncio de una cruzada, en que llama a "defender la religión de nuestros padres", amenazada por unos enemigos sobre los cuales no se ahorra insultos. El hecho que un obispo llame a la guerra no parece muy acorde con el Evangelio, pero Llorente, temperamental como era, se dejó llevar por el calor del momento. Un sobrino suyo, el Dr. Andrés Sáenz Llorente, acompañó las tropas en calidad de médico. A su sobrino predilecto, don Julián Volio Llorente, don Juanito se lo llevó y acabó nombrándolo comandante de Liberia. No quería tenerlo cerca, pero tampoco creyó conveniente dejarlo en la capital. Dos sacerdotes, don Raimundo Mora y don Francisco Calvo, acompañaron el ejército costarricense como capellanes. 
Tras el primer encuentro con los filibusteros, el 11 de abril de 1856 en la batalla de Rivas, don Juanito le pidió al padre Calvo que, en su informe al obispo, no presentara los hechos como una derrota. Aunque posteriormente el 11 de abril llegó a ser fiesta nacional para celebrar el triunfo de la batalla de Rivas, lo cierto fue que, en el momento y por la enorme cantidad de muertos y heridos, el resultado de la expedición fue considerado catastrófico. Para colmo de males, los soldados que regresaron trajeron con ellos la peste del cólera.
Durante la epidemia, por temor a que las aglomeraciones de personas facilitaran el contagio, Monseñor Llorente dispuso que la Santa Misa dominical se celebrara al aire libre, en la puerta de los templos. Algunos curas se negaban a impartir los sacramentos a los moribundos por miedo a resultar contagiados. Llorente los obligó a cumplir con su deber y él mismo administró la Unción de los enfermos a numerosos afectados. Para rogar por el fin de la peste, se estableció la procesión del Dulce Nombre.
En el plano puramente religioso, hubo una ampliación de patronazgo. La Catedral estaba dedicada a San José pero, después de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción de María, en 1856, Llorente declaró patrona de la Catedral a María Inmaculada. Por eso, la imagen de la Virgen preside la nave central del templo. Curiosamente, en la Catedral se celebra solemnemente el 19 de marzo, día de San José, pero no hay fiestas tan sonadas el 8 de diciembre, día de la Inmaculada.
Para 1858, las relaciones entre el obispo y don Juanito Mora habían llegado a ser insostenibles. Don Juanito preparaba su nueva reelección y el obispo era de los muchos que consideraba que esas reelecciones, en circunstancias no del todo claras, no eran más que la pantalla de don Juanito para quedarse indefinidamente en el poder. Incluso un buen número de ciudadanos que habían sido moristas por años consideraban que había llegado el momento de que don Juanito abandonara la presidencia. 
Tras un intercambio de documentos escritos en tono diplomático, pero de duro contenido, el 24 de diciembre de 1858 don Juanito tomó la decisión de expulsar "a perpetuidad" a Monseñor Llorente de Costa Rica. Le dio veinticuatro horas para abandonar el país. Llorente se trasladó a Nicaragua y se estableció en Rivas. Lo acompañó su asistente, el joven seminarista Domingo Rivas, que fue ordenado por Llorente en Nicaragua. Rivas, posteriormente, obtuvo el título de Doctor, fue Rector de la Universidad de Santo Tomás y vicario de Mons. Llorente con miras a ser su sucesor. 
El destierro "a perpetuidad" a fin de cuentas duró menos de un año. Mora fue derrocado y Monseñor Llorente regresó a Costa Rica el 8 de setiembre de 1859, llamado por el nuevo presidente, el Dr. José María Montealegre.
Montealegre nombró a don Julián Volio Llorente, sobrino del obispo, como ministro de Relaciones Exteriores y Culto, por lo que le correspondía ser el enlace del gobierno con las autoridades de la Iglesia. Su sucesor, el Dr. Jesús Jiménez Zamora, mantuvo a don Julián en el puesto.
Monseñor Llorente tenía una relación muy cercana con el Dr. Montealegre, que era su médico personal y se llevó muy bien con el Dr. Jesús Jiménez, que ni se metía en los asuntos de la Iglesia ni habría permitido jamás que el obispo se metiera en los asuntos del gobierno. Según Sanabria, con solamente una pizca de diplomacia por ambas partes, Llorente y don Juanito Mora se habrían comprendido mejor, pero el hecho es que no fue así. 
De izquierda a derecha: Padre José María Brenes,
don Vicente Segreda, Mons. Anselmo Llorente y
el Dr. Carlos María Ulloa. Grupo que viajó al
Concilio Vaticano en 1869.
La masonería apareció en Costa Rica entre 1824 y 1825, pero fue durante el episcopado de Llorente que alcanzó verdadero auge. El Dr. Castro Madriz, así como don Julián Volio, eran miembros activos. El padre Francisco Calvo, considerado fundador de la primera Logia en San José, atrajo a la hermandad a otro sacerdote, el Dr. Carlos María Ulloa, que también fue iniciado. En 1867, el obispo Llorente obligó a los dos curas a retractarse y abandonar la masonería, lo cual le valió severas críticas por parte del Dr. Lorenzo Montúfar en la prensa.
Aficionado a declarar condenas, sanciones, suspensiones y excomuniones a diestra y siniestra, en la lista de penas declaradas por Llorente hay una en verdad simpática. En 1868 condenó con excomunión a quienes dañaran los postes de telégrafo que empezaban a instalarse en el país.
En 1869 viajó por primera y única vez a Europa para asistir a las sesiones del Concilio Vaticano. Lo acompañaban los sacerdotes José María Brenes y el Dr. Carlos María Ulloa, e iba como secretario don Vicente Segreda. No se sabe exactamente qué pasó, pero tal parece que el mal genio de Mons. Llorente salió a relucir. Se enojó con los dos sacerdotes y los mandó de vuelta a Costa Rica. El Dr. Carlos María Ulloa declaró a su regreso que Llorente había salido llorando de la audiencia que tuvo con el Papa Pío IX y que se lamentaba diciendo: "De todos los obispos que hay aquí, solo yo me encuentro en esta situación".
El 18 de agosto de 1871, Monseñor Llorente fue a Alajuela a bendecir la inauguración de los trabajos del ferrocarril y a administrar el sacramento de la Confirmación. Exactamente un mes después, el 17 de setiembre, declaró sentirse muy enfermo y, por primera vez en su vida, se quedó en cama. Murió el 22 de setiembre de 1871. El acta de defunción, firmada por su médico de cabecera, el Dr. José María Montealegre y por su sobrino, el Dr. Andrés Sáenz, estableció como causa de su muerte la fiebre tifoidea. El funeral se efectuó el 24 de setiembre en la antigua iglesia de la Merced y su cuerpo fue sepultado en el atrio de la Catedral que estaba en construcción.
Ultima fotografía de Monseñor Anselmo
Llorente, en 1871, año de su fallecimiento.
En su testamento, Mons. Llorente lega su biblioteca al Seminario, su casa de Cartago a una comunidad religiosa, sus ornamentos y todos sus bienes a la Iglesia y solamente le deja algunos objetos a sus parientes. Establece una partida para que sea distribuida entre mendigos y otorga la por entonces astronómica suma de cien pesos a sus servidores domésticos, Gregorio Cruz, Margarita Valverde y Casilda Sandí. Hay también, en el documento, un dato curioso. Establece una beca para que un hijo de su sobrino Carlos Volio Llorente, vaya al Seminario a prepararse para el sacerdocio. El hijo mayor de don Carlos Volio, a la muerte de Mons. Llorente, era Juan Bautista Volio Jiménez, que entonces solamente tenía diez años de edad y que, posteriormente, se convertiría en el primer jesuita costarricense. Otros dos hijos de don Carlos, nacidos ya cuando Mons. Llorente había muerto, fueron ordenados sacerdotes, Mons. Claudio María Volio, obispo de Santa Rosa de Copán, Honduras, y Jorge Volio Jiménez quien fue luego fundador del Partido Reformista. Sin embargo, ninguno de los tres estudió en el Seminario de San José. Juan Bautista se formó en California y Claudio María y Jorge en Bélgica.
Para la nueva catedral se mandaron a traer de Europa altares de mármol. El amplio y sólido altar de madera en que Mons. Llorente celebraba la Santa Misa fue trasladado a la Iglesia del Carmen, donde aún se encuentra. El 7 de julio de 1882, Mons. Thiel dispuso trasladar los restos de Mons. Llorente al presbiterio de la Catedral ya concluida. A las ocho de la noche, rodeado de los familiares de Llorente, antes de darle sepultura, Thiel ordenó que se abriera la urna. Pese a los once años transcurridos desde su muerte, el cuerpo de Mons. Llorente estaba conservado y Thiel pudo contemplar el rostro de su antecesor, a quien no había conocido en vida. La exposición se prolongó durante dos horas y Monseñor Llorente fue sepultado, a las diez de la noche, frente al altar de San José, al lado del Evangelio.
INSC: 2740
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