sábado, 28 de octubre de 2017

Robert Vesco: triste historia del millonario fugitivo.

Robert Vesco compra una república.
Julio Suñol Leal.
Trejos Hns, Costa Rica, 1974.
Robert Vesco nació en 1935 en el seno de una humilde familia trabajadora de Detroit, Michigan, pero gracias a su buen olfato, agresividad y audacia, antes de cumplir los treinta años ya era millonario. Muy joven llegó a ser propietario de una pequeña fábrica de válvulas en New Jersey. Utilizaba las ganancias para especular en la bolsa y, en 1965, fundó una corporación financiera llamada International Controls Corp. (ICC), que manejaba, en sus inicios, un capital de doscientos millones de dólares. Otro grupo importante, el International Investment Troust (ITT), fundado por Bernard Cornfelt, se vio en apuros por los malos manejos del propio fundador. Vesco compró la parte de Cornfelt en 1970 y pasó a convertirse en Presidente de ITT. El portafolio de inversiones que manejaba, con apenas treinta y cinco años de edad, era ya de seiscientos millones de dólares. Naturalmente, no todo ese capital era suyo, ya que buena parte estaba conformado por los depósitos de pequeños ahorrantes norteamericanos que invertían en compañías de fondos mutuos.
Vesco trasladó su oficina a Suiza, donde tomó el control de Investors Overseas Services (IOS) y, al abandonar los Estados Unidos, empezaron sus problemas. La Security Exchange Comission (SEC), organismo del gobierno norteamericano encargado de vigilar las operaciones financieras de empresas que manejan depósitos del público, consideró arriesgado que capitales tan grandes como los que las compañías de Vesco manejaban salieran de su jurisdicción. Vesco fue arrestado en Ginebra, Suiza, en 1971, pero fue liberado pronto, curiosamente gracias a gestiones de la propia Embajada Americana. En busca de una nueva base de operaciones, se trasladó a Bahamas, donde llegó a ser accionista mayoritario de varios bancos. Eventualmente, en Bahamas Vesco también fue arrestado en circunstancias realmente extrañas. Se le acusaba de haber defraudado cincuenta mil dólares de ICC, su propia compañía, y la multa que debió pagar, para salir de la cárcel, fue de setenta y cinco mil dólares. Los detalles no trascendieron, pero el caso resulta en verdad difícil de comprender. Se acusó al presidente de una organización que manejaba cientos de millones de haber defraudado cincuenta mil de su propia empresa y, además, la fianza fue mayor al monto en cuestión.
Muy pronto, además de la vigilancia de la SEC, Vesco fue objeto de la atención de la prensa. La revista Time publicó un amplio reportaje sobre sus maniobras financieras. La preocupación principal era que doscientos veinticuatro millones de dólares de ahorrantes de fondos mutuos hubieran salido de Estados Unidos y estuvieran, por tanto, fuera de la supervisión de la SEC. En el reportaje se mencionaron varias personas que trabajaban para IOS, como James Roosevelt, el hijo mayor del Presidente Franklin Delano Roosevelt (quien, irónicamente, había fundado la SEC), o Donald Nixon, joven de veintiséis años de edad, asistente de Vesco y sobrino del Presidente Richard Nixon. También salieron a relucir los nombres de otras figuras conocidas quienes, de alguna manera, habían realizado negocios con Vesco, entre ellos don Gonzalo de Borbón y Dampierre (nieto de Alfonso XIII), Rafael Díaz Balart, hermano de Mirta, la primera esposa de Fidel Castro, y don José Figueres Ferrer, entonces Presidente de Costa Rica.
Tal parece que fue Richard Pistell quien, en junio de 1972, presentó a Vesco a don Pepe. Otro millonario norteamericano, el tejano Clovis McAlpin, que había manejado grandes portafolios de inversión en Londres, había decidido establecer su oficina y residencia en Costa Rica. Ya con dos pesos pesados en el país, don Pepe propuso, en noviembre de 1972, la iniciativa de establecer en San José un distrito financiero internacional para atraer grandes capitales. El proyecto fue rechazado, tanto por la Asamblea Legislativa como por la opinión pública, que llegó a considerar inconveniente la presencia de los dos grandes capitalistas en el país y, lejos de aceptar que vinieran más, exigía que McAlpin y Vesco se marcharan. Un verdadero escándalo se armó cuando se supo que ambos norteamericanos habían realizado fuertes inversiones en empresas relacionadas con don Pepe. McAlpin tenía participación en la Sociedad Agrícola San Cristóbal, fundada por don Pepe y don Francisco Orlich en 1928, mientras que Vesco había invertido en un proyecto de casas prefabricadas que desarrollaba don Pepe. Trascendió además que Vesco, por medio de compra de bonos del Estado, había inyectado capital a proyectos del Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo y al Servicio Nacional de Acueductos y Alcantarillados. Adquiriendo bonos del Estado, Vesco financió el aguinaldo de los empleados públicos en 1973. Un grupo financiero relacionado con Vesco, además, le otorgó un fuerte préstamo, en favorables condiciones, al Banco Popular y de Desarrollo Comunal.
Robert Vesco visita al periodista Julio Suñol, director del Diario de Costa Rica.
Curiosamente, a McAlpin pronto lo dejaron en paz y permaneció en el país dedicado a proyectos ganaderos, mientras que Vesco acabó acaparando toda la atención de los políticos y de la prensa. Julio Suñol Leal, director del Diario de Costa Rica, fue uno de sus más severos críticos. Los editoriales y reportajes que escribía, constamente alertaban sobre lo peligrosa que podría ser la presencia de Vesco en el país y lo inconveniente que podría resultar su cercanía con el Presidente de la República. En 1974, cuando el tema aún estaba en el tapete y Vesco residía en país, don Julio Suñol publicó el libro Robert Vesco compra una república, en que recopila artículos, no solo de su periódico, sino también los que Life, Time, Newsweek, Fortune, Wall Street Journal y The New York Times publicaron sobre el tema. El tiraje de la primera edición fue de cinco mil ejemplares y se agotó de inmediato. Aunque con cierta frecuencia don Julio entona un discurso de tono emocional y exaltado, como buen periodista que era, fue capaz de ofrecer un libro balanceado, en que incluye argumentos y versiones contrarios a los suyos. Vesco en persona fue a visitar a don Julio Suñol a la redacción de El Diario de Costa Rica y la conversación, recogida en el propio libro, estuvo llena de cortesía y caballerosidad. Don Julio le aclaró a Vesco que no tenía nada personal contra él, pero que le preocupaban su gran capital y su cercanía con el gobierno. "Usted es una ballena en la laguna", le dijo.
En una ocasión, don Pepe le propuso personalmente a Suñol que, en vez de combatir a Vesco, se aliara con él. Vesco podía inyectar capital al Diario de Costa Rica, que enfrentaba serios apuros económicos. Cuando Suñol hizo la propuesta del conocimiento público, don Pepe reconoció haberla hecho. Irónicamente, el ochenta por ciento de la publicidad que aparecía en el Diario de Costa Rica era pagado por instituciones estatales. "Esos anuncios no le generan ningún beneficio al Estado ni al gobierno que tanto critica ese periódico," afirmó don Pepe, "por lo que son mas bien un subsidio a la libertad de prensa."
El libro tiene episodios que, con el paso del tiempo, han llegado a ser olvidados. En julio de 1973, un numeroso grupo de catedráticos universitarios le dirigió una carta a los dos vicepresidentes de la República, el Dr. Manuel Aguilar Bonilla y don Jorge Rossi Chavarría, instándolos a establecer un tribunal de honor que juzgara a don Pepe por su amistad con Vesco. La respuesta, escrita con gran cortesía, aclaraba que juzgar al presidente no forma parte de las funciones de los vicepresidentes. La Constitución prohíbe, además, el establecimiento de tribunales para causas específicas, cosa que, se supone, los profesores universitarios deberían saber.
Un hecho verdaderamente descabellado y tragicómico tuvo que ver con el discurso que, el 6 de marzo  de 1973,  Vesco pronunció en cadena de radio y televisión.  No se sabe cómo, pero don Gerardo Fernandez Durán consiguió el borrador del discurso, escrito a mano por don Pepe Figueres, y se lo hizo llegar a Julio Suñol. En el libro se incluyen imágenes del manuscrito de don Pepe, con notas dirigidas a su jefe de prensa, Orlando Núñez Pérez, en el que le avisa que don Gonzalo Facio Segreda, el Canciller de la República, se va encargar de revisar los aspectos legales. Cuando se destapó el asunto, don Pepe simplemente dijo: "Es mejor que yo le escriba los discursos a él y no que él me los escriba a mí."
Don Pepe siempre defendió a Vesco y argumentó que todo lo que se decía de él no era más que sensacionalismo desatado por periodistas deseosos de crear escándalo. "A los periodistas", decía, "les gusta hacer bulla, pero al final todo se aclara". Al redactor de The Wall Street Journal que escribió un artículo sobre la relación entre Vesco y Figueres, don Pepe lo llamó por teléfono a Estados Unidos para, en sus propias palabras, "pegarle una gran trapeada." "El día que me lo encuentre se va a sacar la lotería", agregó, "porque la trapeada telefónica fue en inglés, pero si llego a tenerlo al frente, lo arreglo a la latinoamericana, o a la catalana."
El nombre de Vesco salió a relucir en el escándalo Watergate y el Partido Republicano acabó devolviéndole a Vesco la contribución de doscientos mil dólares que había entregado para la campaña de reelección de Richard Nixon. Donald Nixon, el asistente de Vesco y sobrino del presidente, no se separó de su cargo. La boda de Donald Nixon se celebró en Costa Rica ya que Vesco no podía, por las causas que contra él se realizaban en tribunales de New York, ir a Estados Unidos.
En la campaña presidencial de 1974, los dos candidatos mayoritarios, el Dr. Fernando Trejos Escalante y don Daniel Oduber Quirós, debieron pronunciarse sobre la permanencia de Vesco en Costa Rica. El millonario norteamericano había llegado a ser muy impopular, pero ambos candidatos fueron cautelosos en sus declaraciones. En Costa Rica, Vesco no había hecho nada indebido, los juicios que tenía abiertos en su contra en Estados Unidos eran complejos hasta para los especialistas en finanzas y las pocas inversiones de Vesco en Costa Rica, lejos de brindarle ganancias, eran más bien irrecuperables. Hasta se contaba un chiste que decía que, en Costa Rica, Vesco se había hecho millonario, porque antes de venir era multimillonario.
El 7 de mayo de 1974, un día antes de asumir la presidencia de la República, Oduber se reunió con Vesco y le entregó una extensa carta (reproducida en el libro) en que lo insta a mantenerse alejado de actividades públicas, a no establecer sociedades con funcionarios del gobierno, a no invertir en medios de comunicación (se decía que Vesco había aportado el capital inicial para la fundación del periódico Excelsior, que presidía el Dr. Luis Burstin y dirigía don Alberto Cañas) y a concentrar sus inversiones en agricultura, ganadería, industria y turismo, que era lo que necesitaba el país.
En 1978, el presidente Rodrigo Carazo Odio expulsó a Vesco de Costa Rica. No está claro si se había establecido en 1972 o 1973 pero, durante los pocos años que permaneció aquí, tal parece que llegó a invertir un mínimo de catorce y un máximo de cuarenta millones de dólares en proyectos locales. No se sabe si pudo liquidar su participación en empresas costarricenses o si dejó un apoderado a cargo.
Quienes defienden a Vesco argumentan que cometió dos grandes errores. Primero, haber sacado de los Estados Unidos dinero de ahorrantes norteamericanos ya que, con eso, se ganó la enemistad de la SEC, que procura que los fondos no salgan de su control. Lo normal (pero no necesariamente lo conveniente) es que el flujo sea a la inversa. Los capitales de todo el mundo, tanto de países ricos como pobres, fluyen a la bolsa de New York y allí son invertidos en acciones de compañías americanas. Eso se considera normal y seguro. Pero que dinero de ahorrantes norteamericanos sea invertido en otros países es algo que se considera peligroso e inconveniente. Su segundo gran error fue su proximidad con los políticos. Se dice que Vesco fue atacado, en los Estados Unidos, por los enemigos de Nixon y, en Costa Rica, por los enemigos de don Pepe.
Una de las últimas fotos de Robert Vesco en Cuba.
Tras su expulsión de Costa Rica, Vesco estableció su residencia en Cuba. Al comentar el hecho, Fidel Castro dijo: "No nos importa lo que haya hecho en los Estados Unidos y no nos interesa su dinero."
En Cuba, Vesco se presentaba con el nombre falso de Tom Adams y se hacía pasar por canadiense. Vestido de blanca guayabera, pudo disfrutar de poco más de una década de vida tranquila, hasta que, en 1996, fue acusado de haber estafado a Antonio Fraga Castro, sobrino de Fidel, en un laboratorio de biotecnología en el que eran socios. Suena extraño que un hombre que disponía de cientos de millones de dólares haya estafado a un ciudadano de un país comunista, donde todos, supuestamente, viven de su sueldo y comen de la libreta de racionamiento. En Cuba, en todo caso, las noticias se leen al revés. Cuando los titulares del Granma dicen que se superó una meta, es porque no se llegó ni a la mitad, cuando anuncian sobreproducción de algún artículo es porque escasea y cuando Fidel declara que su familia no tiene privilegios y vive como cualquier otro cubano es porque andan metidos en negocios gigantescos. En el juicio al que se vio sometido, Vesco fue acusado también de ser "un provocador y agente de servicios especiales extranjeros". Aunque la condena fue de trece años de prisión, solamente estuvo nueve en la cárcel. En 2005 fue liberado al cumplir setenta años de edad. Sus amigos dicen que los últimos años de su vida los pasó sin ser molestado en La Habana, luchando contra un cáncer de pulmón que, finalmente, acabó con él.
Su muerte, ocurrida el 23 de noviembre de 2007, fue dada a conocer con bastante demora varios días después. Las agencias de noticias informaron que sus restos fueron sepultados en el Cementerio de Colón de la Habana, pero no mencionaron si su esposa y sus dos hijos seguirían residiendo en Cuba. Sobre lo que haya quedado de su enorme fortuna tampoco hay información.
INSC: 0505
Robert Vesco (1935-2007).

domingo, 22 de octubre de 2017

Diario del primer viaje de Cristóbal Colón.

Primer viaje de Cristóbal Colón según
su diario de a bordo. Cristóbal Colón.
Trascripción de Fray Bartolomé de las
Casas. Ramón Sopena, España, 1972.
Cristóbal Colón es un personaje polémico y misterioso. Las biografías que se han publicado sobre él ofrecen versiones no solo diferentes, sino contradictorias. Colón dejó muchos documentos escritos por su propia mano (diarios de viaje, cartas y extensos alegatos ante las autoridades), pero en ninguno de ellos brindó pistas sobre su vida personal. Se desconoce su origen, el lugar de su nacimiento y los viajes que realizó, como marino, antes de cruzar el Atlántico. Tras su muerte, sus restos fueron trasladados tantas veces que al día de hoy no está claro dónde permanece sepultado. Sin contar con ninguna certeza sobre el sitio exacto en que estuvo su cuna o en el que se encuentra su tumba, quienes han pretendido escribir la historia de su vida se han topado también con prolongados periodos sobre los que no hay información alguna. 
Además, quienes se ocupan de la figura de Colón suelen distraerse en valoraciones sobre las consecuencias de su viaje más que en el viaje mismo. Hay quienes lo señalan como el responsable de todo lo ocurrido en América en los últimos cinco siglos, pasando por alto el hecho de que, cuando inició el proceso de conquista, ya Colón había sido hecho a un lado. Se han escrito miles de páginas llenas de especulaciones sobre su persona que no hay manera de que sean comprobadas. También se ha discutido mucho sobre el proceso de dominación española sobre los pueblos indígenas americanos del que Colón apenas formó parte en el más temprano inicio. 
Entre el misterio de una biografía que jamás podrá ser completada y la polémica por un proceso histórico complejo y extenso, no se le ha prestado la atención debida al navegante, al explorador, sin distraerse con lo que pudo haber pasado antes o con lo que pasó después.
La lectura de Primer viaje de Cristóbal Colón, publicado por Ramón Sopena en 1972, brinda la oportunidad de conocer los detalles de la histórica travesía contados por el propio protagonista. Se trata de una trascripción literal del diario de a bordo, realizada originalmente por Fray Bartolomé de las Casas sobre el texto original y que incluye, como apéndice, dos extensas cartas del Almirante en que resume su viaje. Un gran mérito de esta edición es que no incluye fastidiosas explicaciones ni notas al pie de página que intenten aclarar o explicar lo escrito, ni que brinden opiniones, valoraciones o propuestas de interpretación. Así, el lector se encuentra directamente con los apuntes que Colón día a día fue anotando en su diario.
Empieza el tres de agosto de 1492, cuando las tres caravelas, la Pinta, la Niña y la Santa María, parten del Puerto de Palos en Andalucía. Apenas tres días después, saltó a la luz que la Pinta estaba en malas condiciones y fue necesario repararla al llegar a Tenerife, en las Islas Canarias. Durante el viaje, ya en el océano, Colón presta mucha atención a la hierba que encuentra flotando en el agua y a las aves que mira volar en el cielo. Consciente de que ninguna ave anida ni duerme en el agua, cada vez que ve una calcula cuál sería la máxima distancia que pudo haber volado desde tierra. La mayoría de las islas, dice, se han descubierto siguiendo a las aves. El 15 de setiembre, vieron caer, a lo lejos, un relámpago.
No menciona ningún motín ni protesta a bordo. Simplemente anota que el 10 de octubre los marineros se mostraron algo preocupados porque les parecía que no había vientos que facilitaran el viaje de regreso. La leyenda dice que el 12 de octubre avistaron tierra, bajaron a la playa y se encontraron con los indígenas, pero según el diario no fue así. Vieron varias fogatas en la noche del once de octubre. Al día siguiente, muy temprano, fueron a reconocer la isla y no encontraron a nadie pero horas después, esa misma mañana, las caravelas se vieron rodeadas por embarcaciones de los habitantes locales, unas tan pequeñas en que había una sola persona y otras tan grandes en que cabían más de cuarenta. Colón describe a los hábiles remeros como muy "fermosos", del color de los canarios, ni blancos ni negros, bien hechos, con piernas derechas y sin barriga, andaban "desnudos como su madre los parió" y tenían el cuerpo pintado, unos de negro, otros de rojo y otros de amarillo. Le llamó la atención que solo hubiera hombres jóvenes y anotó que ninguno de ellos parecía haber cumplido los treinta años. Como el primer encuentro fue amistoso, días después los ancianos, las mujeres y los niños llegaron también a conocer las naves y sus ocupantes.
Mucho se ha hablado del cambio de oro por cuentas de vidrio. El hecho en verdad ocurrió y el propio Colón lo menciona, pero no sucedió ese primer día, sino varias semanas después. En el primer intercambio, los indígenas llevaron como presentes ovillos de algodón y los españoles les correspondieron con bonetes colorados. 
Colón hablaba todas las lenguas europeas y llevaba un marino, Luis de Torres, que hablaba hebreo, griego y árabe, pero como era de esperarse, la comunicación con los indígenas debió ser por señas. Señalaban con el dedo los objetos y repetían las palabras que escuchaban. No es de extrañar, por tanto, que la primera palabra que aprendió el Almirante en la lengua local fue "canoa". En su diario, llama barcas, a los botes suyos, y canoas a los de los indígenas.
Dice que la inclinación de la tierra es muy tenue, que la profundidad del mar, incluso lejos de la costa, es baja, que casi no hay olas y que el agua es muy clara y se ve el fondo. Por esa descripción, así como por las coordenadas que anota, se ha sostenido que arribó a las Bahamas.
Cuando leí que los indígenas le dieron de su pan, muy blanco y bueno, supuse que se trataba de bolas de yuca, pero días después el propio Almirante anota que ese pan que tanto le gustó estaba hecho de ñames y llamaba "cazabi". Menciona unas "bolas bermejas como nueces". Por la descripción, creo que se trata de pejivalles, pero no sé si habría pejivalles en las Antillas.
No explica cómo, pero los indígenas le informaron que, no muy lejos, había otras islas más grandes y más pobladas. Se llevó a seis mancebos en el viaje de exploración y embarcó también a sus esposas, porque "los hombres mejor se comportan teniendo sus mujeres que sin ellas." Un dato interesante es que Colón hacía lo posible por hablarle a los hombres indígenas en su propia lengua, pero exigía que las mujeres indígenas que iban en la nave aprendieran a hablar español cuanto antes.
El 19 de octubre llegó a lo que es hoy República Dominicana y quedó cautivado por la belleza del paisaje. "Es la isla más fermosa que yo vide, que si las otras son fermosas esta es más." Sin embargo, cuando poco después visitó Cuba, declaró que era "la tierra más fermosa que ojos hayan visto".
Verdaderamente impresionado por cuanto se encontraba a su paso, afirma que "no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza."
Cristóbal Colón. No se sabe ni dónde nació ni
dónde está sepultado.
Todo era nuevo. Nada se parecía a lo conocido. Los árboles, las plantas, los peces, los pájaros, las frutas eran muy distintos a los de Europa, Asia y Africa. Colón intenta describirlos con comparaciones, pero destaca siempre la diferencia. Las palmeras se parecen a las del sur de Andalucía, pero más grandes y recias. Colón pescó un pez enorme y gordo, lleno de púas que era todo concha sin partes blandas. "Para hacer relación de las cosas que vian no bastaran mil lenguas a referillo ni su mano para lo escribir, que le parecia questaba encantado".
Los indígenas, por su parte, no reconocían las muestras de canela, nuez moscada, ruibarbo o pimienta que los españoles les enseñaron.
En cuanto lugar llegaba, los habitantes locales le hablaban de "los caribes", unos guerreros desalmados que atacaban las islas, secuestraban personas y se las comían. Colón tomó nota, pero no creyó lo que decían. Según él, los tales guerreros tomaban prisioneros y como sus familiares no los volvían a ver nunca, creían que se los habían comido. Le llamó mucho la atención más bien que, pese a tener enemigos que los atacaban con frecuencia, los indígenas de las islas que había visitado no tenían ningún tipo de arma.
Suponía que por ahí, en alguna parte, debían de haber grandes poblaciones, pero las aldeas que encontraba no pasaban de media docena de casas. "Sus casas", dice, "son limpias, muy barridas y grandes, porque aquellas casas eran de manera que se acogen muchas gentes en una sola y deben de ser todos parientes descendientes de uno solo."
Insistentemente describe a los pobladores locales como gente buena, muy mansa, amable y acogedora. "Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen de no." "Ellos aman a su prójimo como a sí mismos y dan todo lo que tienen con alegría". Le pareció que nadie tenía nada propio sino que, "de lo que uno tenía, todos hacían parte, en especial de las cosas comederas."  Quedó muy impresionado por su manera de comer. La persona principal comía primero y luego, con su propia mano, repartía porciones entre los demás. "Son personas de pocas palabras y lindas costumbres", dice. "y su manera de mandar es hacer un leve gesto con la mano".
Los hombres, niños y niñas andaban desnudos, pero las mujeres adultas llevaban un paño de algodón con el que "se cobijan su natura". Los perros eran el único animal doméstico que tenían pero, curiosamente, eran perros que no ladraban. No vio, en ninguna de las islas, animales grandes de cuatro patas. Ya fuera navegando cerca de la costa o caminando tierra adentro, Colón exploraba sin descanso. Lo único que lo detenía era la lluvia, ya que, "si es peligroso navegar o caminar con lluvia por lugares que se conocen, mucho más lo es en lugares que no se conocen".
El mayor disgusto que se llevó no se lo dieron los indígenas, sino sus compañeros de travesía. El 21 de noviembre, Martín Alonso Pinzón se marchó con la Pinta, sin avisar ni pedir permiso.
El 11 de diciembre, la víspera de cumplirse los dos meses del primer encuentro con los habitantes locales, Colón anota con gran satisfacción en su diario "Cada día entendemos más a estos indios y ellos a nosotros." Y hace una observación importante. Menciona que ha notado que en todas las islas se habla una sola lengua, no como en Guinea, donde los nativos hablan multitud de lenguas. En otro lugar menciona que los ríos son de agua sana y limpia, no como los de Guinea, de los que es peligroso beber. Colón, que tanto se cuidaba de no brindar detalles sobre su pasado, deja constancia, con esta sencilla e inocente comparación, que alguna vez estuvo en Africa. Otra revelación es que, el 21 de diciembre anota: "Yo he estado veintitrés años en la mar." Parecen detalles sin importancia pero, dado lo misteriosa que es la vida de Colón, cualquier dato sobre ella es valioso.
El 13 de diciembre, en la isla Española, encuentra finalmente una población de más de tres mil habitantes y muchas casas. Todos los vecinos saludaron a los españoles poniendo las manos sobre sus cabezas y muchos de ellos, al hacerlo, estaban temblando. En ese sitio, Colón miró que algunas mujeres jóvenes eran tan blancas que parecían europeas. "Si anduviesen vestidos y se guardasen del sol serían tan blancos como en España". Para ese entonces, ya Colón se había enterado que la costumbre de pintarse el cuerpo de colores no era ritual, sino práctica, ya que con los pigmentos protegían su piel contra el ardiente sol. 
Guacanagari, el cacique local, era un hombre joven que se hizo buen amigo de Colón, lo convidó a una deliciosa cena con abundantes camarones, le habló de otras tierras cercanas como Guarionex y Macorix y le preguntó por el reino de Castilla. No había en el poblado nada parecido a un templo. Colón comprendió que los indígenas sabían de Dios en el cielo, pero le pareció que no tenían ninguna religión. Levantó una cruz en el centro del poblado, les habló de Jesucristo y los indígenas, muy recogidos, "diz que oraron."
Guacanagari lloró cuando supo que la caravela Santa María había encallado y se había roto en la noche del 25 de diciembre. A toda prisa mandó a los habitantes a rescatar el contenido de la nave. Todo lo que había dentro fue llevado a la costa y, según anota Colón, no se perdió ni una agujeta. Con los restos de la Santa María, Colón mandó levantar un fuerte, donde dejó treinta y nueve hombres con vizcocho para un año, varios toneles de vino y abundante pólvora.
Como solamente le quedaba la carabela Niña, programó su regreso a Europa para los primeros días del año 1493. A bordo del barco, los indígenas que lo acompañaban le daban de beber un refresco de semillas disueltas en agua que, según le decían, era cosa sanísima. El 6 de enero, por pura coincidencia, se encontró con la caravela Pinta, a la que no había visto desde el 21 de noviembre. Martín Alonso Pinzón se disculpó, pero Colón, aunque no lo confrontó para evitar hacer el asunto más grande, no le creyó ni una palabra. El viaje de retorno acabó siendo casi una competencia entre Colón y Pinzón para ver quién llegaba primero a España con la gran noticia.
El 9 de enero Colón afirma haber visto tres sirenas, pero solamente anota que no son tan hermosas como las pintan. Supongo que debieron haber sido manatíes o leones marinos.
El 13 de enero, en una pequeña exploración a una tierra que no habían visitado antes, ocurrió la primera y única confrontación violenta del viaje. Colón, con siete hombres, se encontró en la playa cincuenta guerreros armados de lanzas y arcos y flechas. Eran los primeros indígenas armados que veía. Llevaban el cabello largo y Colón, que ya estaba familiarizado con la lengua local, notó que ellos utilizaban palabras ligeramente distintas y las pronunciaban de manera diferente a como las había escuchado en las islas que había visitado antes. Supuso, por las armas, que estos deberían de ser los famosos Caribes o  Caníbales pero en vez de guardarles distancia, trató de sacarles información. La charla parecía ir bien, incluso hubo propuestas de intercambio de artículos, Colón estaba dispuesto a comprarles algunos de sus arcos y flechas para llevarlos a Europa como muestra. Pero, en determinado momento, los guerreros se les lanzaron encima e intentaron atarles las manos con cordeles. Los españoles sacaron entonces las espadas. Un guerrero recibió un estoque en las nalgas y otro en el pecho. Al ver correr la sangre, pese a ser ellos cincuenta y los españoles solamente siete, todos los guerreros corrieron en estampida y Colón pudo llevarse gratis los arcos y flechas que dejaron tirados. Colón no le dio mayor importancia al asunto y se limitó a anotar que era bueno que los habitantes pacíficos de estas tierras les tuvieran afecto y que los violentos les tuvieran miedo.
Al día siguiente, ya en alta mar, los azotó una tormenta y la caravela Niña empezó a hacer agua. La lluvia duró un mes entero y en algunos momentos quedaron atrapados en un mar tempestuoso. El 13 de febrero "Las olas eran espantables y contraria una de otra."
El 18 de febrero llegaron a las islas Azores. Los vecinos del puerto estaban sorprendidos, no porque vinieran de tierras desconocidas, sino porque hubieran navegado en la peor tormenta que habían visto en muchos años. El 4 de marzo, tal parece que por un error de cálculo, arribaron a Lisboa. El rey de Portugal se interesó por obtener informes de la expedición pero Colón le hizo saber que solamente reportaría su viaje a los reyes españoles. Finalmente, el 15 de marzo, Colón regresa al puerto de Saltes, en Huelva, y parte de inmediato a Sevilla a entrevistarse con los reyes.
Además del diario de a bordo, el libro incluye dos extensas cartas de Colón en que, de manera resumida, brinda un informe de su primer viaje. Una, la carta a los reyes, es un informe privado, y la otra, la carta del descubrimiento, es el documento que circuló de manera pública. No hay, sin embargo, grandes diferencias entre ellas ni con el diario de a bordo mismo.
La lectura de este libro, más allá del relato, es una delicia por el estilo. Me llamó la atención que en vez de "al Este", dijera "al Leste", pero cuando se refería al "Noreste", pusiera "Nordeste". El español de Costa Rica se caracteriza por tener muchos arcaísmos. Colón, en vez de "vi" y "traje" dice "vide" y "truje", como los viejos campesinos ticos. En Costa Rica, al igual que Colón hace más de quinientos años, todavía decimos "antier" en vez de "anteayer". Y los costarricenses, cuando vemos dos cosas muy distintas, decimos al igual que Colón "es como el día a la noche."
Es en verdad lamentable que la vida de Colón solo se conozca a retazos y que las discusiones sobre las consecuencias de su viaje le hayan restado atención al viaje mismo. Era en verdad un hombre interesante. Vivía pendiente del movimiento de los astros, sabía cuándo iba a haber conjunciones de planetas, probaba el agua de mar para valorar si con los días se hacía más o menos salada, comparaba las tinajas de barro de las Antillas con las de España y prestaba atención a todo lo que miraba. Leer las anotaciones de viaje de Colón es como leer las de Alexander von Humboldt o las de Charles Darwin, con la gran diferencia de que los viajes de los dos últimos fueron puramente científicos y no acabaron generando radicales transformaciones como la travesía de Colón.
Me gustaria, en algún momento, leer los diarios de los otros tres viajes, especialmente del cuarto y último, que lo hizo acompañado de su hijo Hernando, duró dos años y medio,  y fue el único en que tocó tierra continental. pero hasta el momento no los he hallado. No pierdo, sin embargo, la fe de encontrarlos. Tras leer el diario del primer viaje de Cristóbal Colón, he descubierto que, para llegar a conocerlo, es mejor no leer lo que se escribe sobre él sino, más bien, leer lo que él mismo escribió.
INSC: 0348

miércoles, 18 de octubre de 2017

Artículos de Constantino Láscaris.

Cien casos perdidos.
Constantino Láscaris.
STVDIVM. Costa Rica, 1983.
Desde su arribo a Costa Rica, en 1953, Constantino Láscaris, profesor de Filosofía nacido en Zaragoza, España, en 1923, fue un prolífico escritor. No solamente publicó un buen número de libros, entre los que cabe destacar El costarricense y Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica, sino también poesía (De Salomón a Demóstenes Smith) y un valioso estudio histórico sobre la carreta costarricense
Impartía lecciones de Filosofía en la Universidad de Costa Rica, dictaba conferencias en el Instituto Costarricense de Cultura Hispánica, tenía un programa de entrevistas en televisión y era uno de los columnistas que escribía más frecuentemente en la página 15 del periódico La Nación.
En determinado momento, quiso publicar una antología de sus artículos de opinión publicados en el periódico, pero la Editorial Costa Rica no se interesó en el proyecto, debido a que la experiencia, en publicaciones similares anteriores, había demostrado que este tipo de libros no era muy apetecido por el público. Aunque la política de no publicar colecciones de artículos de opinión estaba plenamente justificada, tal vez, en este caso en particular, valía la pena hacer una excepción. Es muy probable que los autores previos, que sí lograron ver reunidas sus columnas en un libro, no tuvieran lectores ni siquiera en el periódico, mientras que los artículos de Láscaris, en cambio, no solo eran leídos por un público amplio, sino que llegaron incluso, casi todos ellos, a generar réplicas y despertar polémicas.
Guido Fernández, el director de La Nación que tuvo la iniciativa de convertir la Página 15 del diario en un espacio abierto a artículos de opinión que no necesariamente coincidieran con la posición editorial del periódico, confiesa que las únicas veces que sintió que se tambaleaba en el puesto fue debido a las reacciones que generaban los artículos de Láscaris.
Sobre el título, Láscaris aclara que los escritos presentados ni son cien, ni son todos casos, pero los considera todos perdidos, ya que su intento de hacer mella quedó solamente en el papel. Confiesa que al enviar sus opiniones al periódico pretendía incomodar, sin llegar a escandalizar. En su momento, no faltaban quienes, ante sus afirmaciones, replicaran de manera airada. Sus columnas, sin embargo, leídas con la distancia que dan los años, ni escandalizan ni incomodan. No son más que artículos ligeros, escritos en tono de burla la mayor parte, en que por puro afán de llevar la contraria y nadar contra corriente, Láscaris se deleitaba al manifestarse en desacuerdo con la opinión general.
Le gustaba tomar en broma los temas serios, así como exponer con seriedad los asuntos más intrascendentes. En el libro hay un capítulo entero dedicado a melenas, bargas y bigotes, escrito como si fuera un tratado histórico o sociológico. Las críticas de libros, de cine o de teatro, son tangenciales. En vez de reseñar una obra, dar referencias sobre ella y opinar sobre su alcance, valor o importancia, se concentra en un único punto que le sirva para exponer alguna opinión personal suya.
Cita constantemente autores clásicos y hechos históricos pero, al hacer gala de una erudición enciclopédica, después de dar múltiples rodeos, acaba aterrizando casi siempre en su propia persona que, tal parece, era su tema favorito. A veces pareciera que su mayor placer era escribir sobre sí mismo. La gran mayoría de recuerdos personales no aportan gran cosa al tema que, se supone, estaba desarrollando.
En su afán de generar discusiones, suelta con frecuencia afirmaciones tajantes sin molestarse en justificarlas con algún fundamento. Para él, Ernesto el Che Guevara, no era más que un niño explorador, Miguel Angel Asturias superaba como escritor a Gabriel García Márquez y la novela Pedro Arnáez, de José Marín Cañas, era mejor que Cien años de soledad. Todas las opiniones son respetables, pero si él así pensaba no habría estado de más que hubiera mencionado por qué.
En sus artículos de opinión, más que como un filósofo, Láscaris escribía como humorista. Su afán de hacerse el gracioso lo llevaba con frecuencia a extenderse en detalles intrascendentes. Escribió una ponencia, para un Congreso Universitario, en que se quejaba de las instalaciones de la Universidad de Costa Rica porque los edificios carecían de aleros que protegieran a los transeúntes de la lluvia, los servicios sanitarios resultaban insuficientes para la creciente población de estudiantes y profesores, las aulas tenían puertas estrechas y los ascensores no funcionaban bien. En vez de señalar los hechos y proponer alguna solución, se lució con un monólogo de penurias y peripecias digno de un comediante.
Constantino Láscaris (1923-1979).
Para él, La Nación, el periódico de corte conservador en que publicaba sus artículos, era un periódico de izquierdas, ya que en la página de la derecha casi siempre había avisos comerciales, por lo que todo el contenido periodístico se ubicaba a la izquierda. Además, aclaró, lo que le pagaba el periódico por sus colaboraciones apenas le alcanzaba para comprar los cigarrillos sin filtro que fumaba al mes. Dedicó, por cierto, una de sus columnas a escribir un réquiem por su marca de cigarrillos favorita cuando fue sacada del mercado. Incluso cuando no tenía nada que decir, seguía hablando. En uno de sus artículos se queja de que haya que tener un tema para poder escribir y, como era de esperarse, escribe sobre la falta de tema.
El estilo de Láscaris es ameno, coloquial, simpático, entretenido. Sus artículos tienen el humor, el ingenio y el deleite de una buena tertulia alrededor de una taza de café pero, al igual que en la charla casual y relajada, al final, entre todo lo dicho, es verdaderamente poco lo que valga la pena recordar.
En los Cien casos perdidos, encontré, por aquí y por allá, una que otra idea interesante, alguna línea lapidaria y hasta algunos buenos temas de reflexión, pero no hubo ni un solo artículo completo que me pareciera profundo ni bien argumentado. Sin embargo, debo confesar que, pese a su ligereza, o tal vez precisamente por ella, he leído este libro varias veces. El pensamiento de Láscaris es ambiguo, pero llama la atención. Su prosa es errática, pero fluye sin tropiezos. Su narcisismo es más que evidente, pero no llega a generar antipatía. Al leer sus artículos, surge la sospecha de que no pensaba lo que decía, ni decía lo que pensaba. La gran mayoría de temas a los que se refiere, forman parte de un pasado ya remoto, pero su ingeniosa manera de referirse a ellos no ha perdido frescura.
Láscaris preparó con gran esmero la antología de sus artículos. Lamentablemente no logró verla impresa. Murió en 1979 y el libro fue publicado en 1983.
INSC: 0813

viernes, 6 de octubre de 2017

La primera vacante episcopal en Costa Rica. 1871-1880

La primera vacante de la Diócesis de
San José. Víctor Manuel Sanabria M.
Editorial Costa Rica, 1973.
Anselmo Llorente Lafuente, primer obispo de Costa Rica, murió el 23 de setiembre de 1871. Casi nueve años después, el 27 de febrero de 1880, Bernardo Augusto Thiel fue designado como su sucesor. Monseñor Víctor Manuel Sanabria Martínez, no solo escribió extensas biografías de los dos prelados, sino también un interesante estudio histórico sobre el largo periodo vacante que hubo entre ambos. El libro, publicado en primera edición por la imprenta Lehmann en 1935 y reeditado por la Editorial Costa Rica en 1973,  además de explicar las razones de la prolongada demora en el nombramiento episcopal, brinda valiosos datos e innumerables sorpresas sobre la letra menuda de la historia eclesiástica costarricense.
El Concordato vigente en aquel entonces le otorgaba al gobierno costarricense el beneficio de patronazgo, es decir, el Poder Ejecutivo tenía el derecho tanto de proponer como de vetar candidatos a la sede episcopal. Lo que sucedió, para hacer la historia corta, es que la Santa Sede y el gobierno no lograron ponerse de acuerdo. Un año antes del fallecimiento de monseñor Llorente, don Tomás Guardia había derrocado al presidente Jesús Jiménez Zamora. A la muerte del obispo, todo parecía indicar que el llamado a sucederlo iba a ser el Dr. Domingo Rivas Salvatierra quien, por cierto, fue designado vicario capitular y administrador de la Diócesis hasta el nombramiento del nuevo obispo. Sin embargo, el Dr. Rivas, que había sido miembro del Consejo de Gobierno de don Jesús Jiménez, era un reconocido adversario de don Tomás Guardia y el gobierno, por tanto, prefirió buscar otro candidato. El elegido fue el padre Ramón Isidro Cabezas Alfaro, que había sido cura de Esparza y quien no solo era ferviente partidario de don Tomás y padrino de una de sus hijas sino que, al momento de ser propuesto como candidato a obispo, ocupaba el cargo de diputado por la provincia de Heredia.
Mons. Dr. Domingo Rivas Salvatierra (1836-1900).
El asunto no prosperó porque el gobierno cometió tres errores en la propuesta. Primero, nunca consultó al Padre Cabezas si aceptaría el cargo; segundo, no incluyó un informe sobre los méritos del sacerdote propuesto y, tercero, presentó un único candidato, cuando lo normal, en estos casos, es presentar varios para que el Papa decida. Ante el tropiezo, se desató entonces una trama de intrigas y vanidades heridas en que se llegó hasta los ataques personales. En cuanto supo de las gestiones, el padre Cabezas manifestó que no le interesaba el cargo ya que no se consideraba capacitado para ejercerlo. Don Domingo Rivas envió un informe a Roma en que pintaba al padre Cabezas como ignorante, parrandero, usurero y vicioso. El padre Cabezas apenas había cursado un mínimo de estudios, se había enriquecido gracias al contrabando, bebía guaro y jugaba billar en las cantinas, prestaba plata con altos intereses y era implacable a la hora de cobrar. El hecho de que no vistiera nunca sotana y acostumbrara realizar salidas nocturnas para echarse una canita al aire también fue mencionado. Al enterarse de lo que se decía de él, el padre Cabezas cambió de actitud y decidió entonces proseguir con su candidatura episcopal. Una cosa era reconocer la incapacidad y los vicios ante los amigos y vecinos que, en todo caso, ya estaban enterados y otra, muy distinta, era que sus fechorías se expusieran por escrito ante la Santa Sede. El gobierno, entonces, mantuvo como único candidato al Padre Cabezas y el Dr. Domingo Rivas, por su parte, se dedicó a entorpecer la comunicación entre la diplomacia costarricense y el Vaticano. Con la cancha tan embarrialada, ni Cabezas ni Rivas tenían ninguna posibilidad de alcanzar el nombramiento episcopal, pero ninguno dio un paso atrás.
Luigi Bruschetti (1826-1881). Administrador de
la Iglesia costarricense de 1877 a 1880.
A los cinco años de sede vacante, el gobierno, en una maniobra subterránea hecha a espaldas de don Domingo Rivas (a quien querían quitarse de enmedio), le solicitó al Papa Pío IX que nombrara un administrador para la Diócesis. Al Papa, que ya debería de estar preocupado por la avalancha de correspondencia que recibía de Costa Rica, le pareció bien la propuesta y le encargó la difícil misión a Monseñor Luigi Bruschetti, diplomático de cincuenta años de edad que se encontraba entonces en Brasil. El gobierno y la Santa Sede mantuvieron el acuerdo en secreto y no se molestaron en notificar a Mons. Rivas, quien se enteró del envío de Bruschetti apenas unos días antes de que el obispo llegara al país. Monseñor Bruschetti desembarcó en Puntarenas el 17 de diciembre de 1876. Viajando a lomo de mula, dos días después llegó a Alajuela y de allí, ya más cómodamente, se trasladó en ferrocarril a San José. Monseñor Bruschetti era el primer representante de la Santa Sede con residencia en Costa Rica y, de 1876 a 1880, con el título de Administrador Apostólico, fue obispo de Costa Rica. Como al momento de su arribo no había en el país ni Nunciatura Apostólica ni Palacio Episcopal, el gobierno dispuso (para tenerlo de su lado o, al menos, para tenerlo cerca) hospedarlo en la Casa Presidencial.
La vieja catedral de San José estaba hecha una ruina. Durante los oficios, los murciélagos que volaban dentro cuiteaban a los fieles. Había innumerables goteras y las vigas estaban tan podridas que muchas personas habían dejado de asistir a Misa por miedo de que el techo les cayera encima. Monseñor Bruschetti, entonces, estableció como Catedral el antiguo templo de la Merced y puso toda su atención y esfuerzo en la construcción, ya iniciada, de la nueva catedral metropolitana en avenida segunda. Hizo también lo que pudo por mantener un mínimo de disciplina y armonía en el clero costarricense. Los sacerdotes, salvo raras excepciones, no eran cultos ni estudiosos. Tampoco se distinguían por ser piadosos o trabajadores. Pese a los intentos de Monseñor Llorente por corregir esa costumbre, los curas ticos casi nunca utilizaban sotana y preferían vestir como seglares sin distintivo alguno y, muchos de ellos, estaban involucrados en relaciones personales impropias, actividades políticas y negocios clandestinos. Cuando eran convocados a reunión o a Ejercicios Espirituales, más de la mitad se negaba a asistir alegando cualquier pretexto sacado de la manga. Bruschetti, ya en el terreno, se dio cuenta que no sería fácil encontrar la persona indicada, pero siempre tuvo claro que su principal deber era lograr, cuanto antes, el nombramiento de un nuevo obispo.
Circulaba por entonces la broma de que el Papa Pío IX había dicho que mientras él fuera la cabeza visible de la Iglesia, el padre Cabezas no sería la cabeza de la iglesia costarricense. No se sabe si el Papa en verdad dijo esas palabras o son parte de la leyenda, pero lo cierto es que apenas murió Pío IX, el gobierno costarricense hizo un nuevo intento por lograr el nombramiento del padre Cabezas, que tampoco prosperó. El Dr. Domingo Rivas, que tampoco se daba por vencido, fue más allá. Viajó a Roma y se entrevistó en persona con el Papa León XIII, pero su desesperado esfuerzo, al igual que el de sus adversarios, fue inútil.
Un cura de Cartago, de quien Sanabria no da el nombre y llama solamente XXX, intentó falsificar un milagro para demostrar que una señal del cielo indicaba que él debía ser nombrado obispo. Otro sacerdote intentó contraer matrimonio, y matrimonio por la Iglesia además, alegando que contaba con el permiso del General Guardia. La Logia Masónica, tuvo como fundador al Padre Francisco Calvo quien era, además de primo hermano de José María Castro Madriz, uno de los hombres de confianza del General Guardia, a quien acompañaba en sus viajes tanto dentro como fuera del país.
Por su doble condición de Representante del Papa y Administrador Apostólico, Mons. Bruschetti era la máxima autoridad eclesiástica en Costa Rica. Sin embargo, por el estado de Sede Vacante, legalmente no estaba autorizado a establecer cambios sustanciales. La única parroquia nueva que creó fue la de Santa María de Dota, el 4 de octubre de 1879, solamente porque el decreto ya estaba hecho, pero Monseñor Llorente murió antes de firmarlo.
El ocho de marzo de 1878, Bruschetti colocó la primera piedra del nuevo edificio del Hospital San Juan Dios. También recibió a las Hermanas de Sión, que había traído doña Emilia Solórzano Alfaro, la esposa del General Guardia, para instalar un colegio en San José. Doña Emilia, por cierto, era la presidente del comité de edificación de la nueva catedral. El 28 de marzo de 1878, nombró a los primeros sacerdotes que se establecerían en Puerto Limón, los capuchinos Fray Bernardino y Fray Fernando. En el camino, Fray Fernando se ahogó en el río Pacuare. Su cuerpo fue rescatado, así que el primer oficio religioso realizado por Fray Bernardino en Limón fue el funeral de su compañero.
Al mes siguiente, el 17 de abril 1878, Bruschetti bendijo y consagró la Catedral de San José, aunque aún faltaba ponerle el piso de terrazo y los vidrios a las ventanas. La obra estuvo totalmente terminada el 18 de noviembre de ese mismo año. Según los libros, el total invertido en la construcción fue de 210.158.97 pesos.
Bernardo Augusto Thiel Hoffman (1851-1901)
Segundo Obispo de Costa Rica de 1880 a 1901.
Pero quizá el acto más determinante que realizó ese año fue la inauguración del Seminario, el 3 de enero de 1878, para el que se habían mandado a traer, como formadores, a tres sacerdotes paulinos bastante jóvenes: don Juan Bautista Theilloud, don Tomás Gougnon y don Bernardo Augusto Thiel.
Debido al escaso nivel cultural del clero costarricense, así como a su relajada disciplina, Monseñor Bruschetti probablemente intentaba encontrar al obispo que andaba buscando entre los sacerdotes de otras nacionalidades miembros de órdenes religiosas. Los jesuitas, por disposición del propio General Guardia, regentaban desde 1876 el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago y había en el país un pequeño grupo de misioneros capuchinos, pero no era viable, por diversas razones, nombrar un obispo jesuita ni capuchino. Era poco probable, además, que alguno de ellos aceptara el cargo.
El joven Bernardo Augusto Thiel, nacido el 1 de abril de 1850 en Elbertfeld, Alemania, impresionó favorablemente a Bruschetti. Tenía título de Doctor, dominaba el latín y el griego y hablaba con fluidez, además de alemán, francés, inglés, italiano y español. Inteligente, estudioso y metódico, era además profundamente devoto y su estilo de vida era austero, recto e intachable. Thiel también llamó la atención del padre Francisco Calvo, del propio Dr. Rivas, del padre Cabezas y de prácticamente todo el clero y la intelectualidad josefina. Solo faltaba obtener el visto bueno del General Guardia.
La cita se programó para la tarde del 28 de junio de 1879. Don Tomás Guardia llegó de visita al Seminario acompañado por don Rafael Barroeta y Baca y el padre Francisco Calvo. La reunión fue de solamente dos horas, pero la amistad que establecieron don Tomás y Thiel duró para siempre.
Aunque el Papa León XIII también dio su visto bueno, fue necesario esperar un año para el nombramiento episcopal. Cuando Thiel fue propuesto como obispo de Costa Rica tenía solamente veintinueve años de edad. Haciendo una excepción a la edad mínima requerida, tras recibir los documentos oficiales desde Roma, Bruschetti consagró a Thiel el 5 de setiembre de 1880 en la catedral de San José y puso fin, entonces, al extenso periodo de sede vacante.
El libro de Monseñor Sanabria sobre este momento histórico está ampliamente documentado. Para poder reconstruir los hechos, Sanabria debió revisar artículos de prensa, memorias de ministerios, correspondencia oficial y privada, libros de actas y hasta una que otra hoja suelta impresa que circuló al respecto. La investigación histórica es minuciosa y detallada hasta extremos impresionantes. Sin embargo, se le puede criticar que su exposición no es para nada objetiva. En ocasiones entra en demasiados detalles y en otras omite brindar datos de importancia. Totalmente parcializado, la simpatía por el Dr. Domingo Rivas y la antipatía por las autoridades civiles son evidentes. Todo lo que pueda hacer quedar mal a don Lorenzo Zambrana o al Dr. José María Castro Madriz, lo expone. Todo lo que pueda afectar la reputacion de la Iglesia, lo calla. Llama testarudos a los de un bando, pero no a los de la acera de enfrente. Con mucha frecuencia, además, pierde el tono. Llama "liberal rabioso" al Dr. Zambrana y "curas farsantes" a quienes se oponían a Rivas. Al describir el torbellino de dimes y diretes desatado durante la vacante, llega incluso a meter causas sobrenaturales en la danza. Los liberales realizaban una "impía tarea" bajo "los estandartes de Satanás", mientras que las acciones del bando contrario eran "inspiradas por el Espíritu Santo" y "acuerpadas por la Divina Providencia."
Al cura cartaginés que montó la farsa de un milagro, lo llama XXX, pero a cuanta persona se manifestó contra las acciones de Rivas la cita por su nombre. Un caso concreto, en que el expediente era claro sobre faltas graves por parte del clero, Sanabria lo resumió diciendo: "Se dijo, se volvió a decir, se juró, se volvió a jurar, se citaron casos y cosas..." sin entrar en detalles que serían, definitivamente, bochornosos.
En un momento llega a justificar lo injustificable y defender lo indefendible. Ante la acusación de que el padre Cabezas se había enriquecido con el contrabando, Sanabria lo elogia porque eso demuestra su buen juicio, ya que muchos practicaron el contrabando sin enriquecerse. Llega hasta el punto de discutir los argumentos planteados por Castro Madriz a favor de la libertad de culto. Los liberales del Siglo XIX no fueron los come curas que Sanabria pinta. Ellos también, a nivel personal, eran católicos y así criaron a sus hijos pero, en la esfera civil, defendían la libertad de pensamiento, de expresión, de prensa y de culto.
Aunque fue un investigador histórico verdaderamente notable, Monseñor Sanabria, en sus libros, se expresa más como sacerdote defensor de la Iglesia que como historiador objetivo. Cosa que, de más está decirlo, se le puede señalar pero no reclamar.
La primera vacante, en todo caso, a pesar de su visión parcializada, es un libro lleno de datos sorprendentes. Vicente Herrera Zeledón y José Joaquín Rodríguez Zeledón, quienes llegaron a ocupar la presidencia de la República, fueron notarios de la curia. Don Félix Mata Valle, el padre del recordado sacerdote don Alberto Mata Oreamuno, era el tesorero. Los amantes de la historia del arte y de la arquitectura encontrarán en este libro datos reveladores. El altar en que celebraba Misa Monseñor Llorente es el que se encuentra actualmente en la iglesia del Carmen. Monseñor Llorente, por cierto, mandó destruir unas pinturas antiguas, de la época colonial, por feas. Y, en cuanto a la construcción de la catedral, se consignan los nombres de Miguel Angel Velásquez, que hizo los planos, de José Quirce, que estuvo a cargo de la construcción y hasta de los maestros de obras que trabajaron en ella.
Sin embargo, quizá el mayor aporte que realiza este libro para nuestra memoria histórica, sea el rescate de la figura de Monseñor Luigi Bruschetti, a quien nadie menciona y nadie recuerda. Su nombre no figura en la lista de obispos de Costa Rica. Por ser Administrador interino, pese a haber inaugurado la Catedral y el Seminario y haber puesto la primera piedra del San Juan de Dios, no podía poner en el muro una lápida conmemorativa con su nombre.
Hombre discreto y reservado, durante los tres años que estuvo en Costa Rica no hizo amistad con nadie. Prefirió mantenerse alejado de todos para que no lo metieran en enredos de chismes ni conflictos de bandos encontrados. Tal vez muchas de las cosas que pudo ver en nuestro país, tanto en materia de Iglesia, gobierno o costumbres, eran muy distintas a lo que él estaba acostumbrado o a lo que se había esperado. Sin embargo, Bruschetti vino, vio y calló. No dejó escrito ningún comentario negativo sobre su permanencia en San José. Sanabria tuvo ocasión de leer las cartas que Bruschetti le escribió a Thiel y en ellas no había reportes ni quejas, solamente consejos.
Una vez terminada su misión, que era nombrar un obispo para Costa Rica, Monseñor Bruschetti, mientras le llegaba de Roma el permiso para retirarse del país, decidió apartarse de todos, del gobierno, de los curas y hasta del nuevo obispo, y se instaló en una casa alquilada en San Pedro del Mojón (hoy San Pedro de Montes de Oca) que, por aquella época, era un sitio remoto, alejado de la capital. Cuando le llegó la carta con el llamado desde Roma, Thiel se encontraba de gira en una zona alejada del país y no pudo despedirse de él. Monseñor Bruschetti viajó a Europa, se entrevistó con el Papa León XIII y fue luego a Cingoli, Macerata, su pueblo natal, a visitar a su familia. Allí murió, el 27 de octubre de 1881, a los cincuenta y cinco años de edad. En su testamento, dejó un fondo al Colegio Pío Latino Americano, para que sus rentas fueran empleadas en brindar ayuda económica a jóvenes costarricenses que estudiaran en Roma.
INSC: 2700
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